lunes, 16 de junio de 2014

Casas de empeño

Ella solo permanecía, y con eso, todos teníamos más que suficiente. Ninguno de los allí presente parecíamos existir para ella, de hecho, si la observabas, te costaba imaginar de qué forma se habría deslizado desde la entrada de ese antro hasta la mesa que ocupaba. No podías imaginarla haciendo otra cosa que no fuera estar allí. Estar. Ahora. Ella era presente, y de nuevo, con eso teníamos más que suficiente.

No era frecuente encontrarte a una chica así por allí, ella tenía ese “algo” diferente, esa pizca de tristeza, rebeldía y autosuficiencia que hablaba por sí sola, ese “no se por qué no puedo parar de mirarla”. Un “no entiendo qué pasa aquí, pero es imposible no enamorarse de ella”. Definitivamente, no era el prototípico cliente de esa mierda de taberna de las afueras de la ciudad, y menos en fechas como aquellas.

Eran fechas próximas al día de Navidad, estaba siendo un invierno jodidamente frío y despiadado, por suerte, yo no tenía que exponerme demasiado al inclemente clima de aquella zona del país, me pasaba el día entero durmiendo y a media tarde, cuando despertaba, tan sólo me dedicaba a garrapatear algunos folios con una verdaderamente dudosa intención de comenzar por fin algunos de mis encargos literarios.
Pero no es de mí o de mi sórdido vagar durante aquella época de lo que quería hablar, si no de ella.
La ciudad se encontraba sumida en la nostálgica oscuridad de los días breves, las nevadas, y de cuando en cuando, la humedad de la lluvia que arrojaba la tormenta. Realmente parecía una ciudad fantasma, no había transitar. Supongo que la gente se encerraba durante el día en sus rutinarios empleos, y allí permanecían hasta que la oscuridad devoraba las calles.

Era entonces cuando comenzaba la vida para las alimañas nocturnas, era en ese momento de sombras cuando comenzaba a girar la rueda para aquellos a los que el día no traía más que dolor y agotamiento.
La taberna era frecuentada por borrachos, puteros, mujeres abandonadas, retrasados y por supuesto, putas de los bajos fondos. Nunca acudáis allí si lo que buscáis es conversación, una agradable velada o interactuar con gente común. La taberna era una cloaca. Todos los tipos de la barra, todos aquellos hombres eran como una mancha de césped segado, materia enverdecida, sobre sus taburetes, buscando incendios controlados, llamaradas localizadas, un poco de calor en esas noche gélidas del norte. Daba igual encontrarlo dentro de una botella, o entre las piernas de alguna prostituta desdentada.

Nadie se acercaba a mí. Solo bajé hasta allí porque era el primer lugar en el que tomar una copa al salir de casa. Me daba un miedo terrible perderme en aquella ciudad, así que solo transitaba unas rutas más que asentadas ya en los mapas de mi mente.
Era constantemente invitado a celebraciones, mis anfitriones, en espera de que les hiciese el honor de cumplir de una maldita vez con mis obligaciones entregando completa alguna de las obras que se me habían encargado, insistían constantemente en verse conmigo para obtener información acerca de la evolución de las mismas, y para ello, recurrían a invitaciones a fiestas de este tipo en las que se daban citas personajes de la jet set. Basura que huele bien. Yo estaba más que harto de este tipo de personajes, la élite de la cultura, el glamour y el buen gusto. Trozos de mierda perfectos.

Entré en esa taberna como lo habría hecho cualquier otra noche y Oh…Dios…no podías evitar sentir el tiroteo que te atravesaba el pecho. Entrabas por la puerta y notabas algo diferente en el aire, como un cambio de presión, una incomodidad te impedía ser tú mismo, respirar con normalidad. Ella no hacía nada, podrías dudar de su respiración, no hacía nada, no miraba a nadie, solo estaba allí sentada, en completo silencio.
No parecía entender lo que estaba pasando allí —y si lo hiciera, no le importaría una mierda—, no parecía darse cuenta de que estaba allí tirando de todos nosotros. La chica del vestido extraño y las botas de cowboy marrones no se había dado cuenta si quiera de que se había convertido en la espina dorsal de aquél universo. No parecía pestañear, y sin embargo, los que estábamos allí, sentíamos que nos habíamos convertido en satélites que orbitaban indefensos y sin voluntad, su planeta. Ella era el sol, nosotros solo girábamos a su alrededor, danzábamos al son de su melancólica tonada.

Me desplacé a lo largo de la barra con el sigilo de aquél que intenta salir de su habitación después de despertar junto a un león. Quería ver su rostro, desde mi posición inicial sólo podía ver parte de su espalda y la larga melena de color dorado que reposaba sobre esta. No parecía importarle, pertenecíamos a planos de existencia diferentes.

Creo que no hay palabras para describir con precisión todo lo que ella era, lo que implicaba, el efecto que producía sobre nosotros. Estaba allí sentada, con su vestido, con su melena rubia, con sus botas de cowboy, con aquella extraña mirada apagada, con ese tipo de ojos que han llorado demasiado, que han sido decepcionados una y otra vez, ojos de casa de empeño, siempre había entregado más de lo que había recibido. Tenía esa expresión entre indiferente y algo resentida, podía leerse entre las líneas de su ceño fruncido levemente. Estoy seguro de que pensaba dejar la ciudad, o de que quizás ya se había largado y aquí solo estaba de paso. No podías evitar imaginar cómo sería su vida, igual que no puedes parar de preguntarte cómo suceden ciertas cosas o qué ocurrirá después de morir.
Sí, definitivamente estaba huyendo, decepcionada y dolida. Entonces recé casi sin querer, para que su frustración y su desencanto y su enorme determinación para salir vivita y coleando de las situaciones más dolorosas, no la llevara a los brazos de algún estúpido patriota salvador, de algún envoltorio vacío y aburrido de vida ejemplar, de algún tipo de voluntad extinta. No se por qué pensaba yo en aquello. Continué observando.

Dio un trago breve con muchísima elegancia y educación a lo que quiera que fuese que estuviera bebiendo, luego sacó lo que parecía ser una carta del bolso que tenía colgado del respaldo de la silla, justo debajo de su abrigo. Definitivamente era una carta.
Depositó el sobre en la mesa y justo antes de comenzar a leer el escrito de su interior, se estiró un poco el vestido a la altura del pecho, como poniéndose cómoda.

Comenzó a leerla, y mientras lo hacía, la taberna se convirtió en auditorio, y en la mente de cada uno de los allí presentes esa carta poseía un significado diferente. Para cada uno el discurso era distinto. Ella leía allí, desde lo alto del auditorio con la pasión de quién no consigue despegarse de las embarradas manos de la soledad, pero a la vez, con la gracia y la luz de quien sigue respirando a pesar de estar viviendo un desamor, de quien cruza ese árido desierto sin nada de avituallamiento y sin señales que indiquen por donde salir, guiándose solo, por el sonido de la marea que llama desde algún lugar alejado con cada cambio y bajo el influjo de la luna.

En mi mente, la carta era una carta escrita por algún idiota de polla flácida, algún payaso que o bien la dejaba para probar suerte con su mierda de vida vacía, incapaz de soportar la existencia junto a un caballo salvaje como ella, sin intentar domarla, o bien era la reaparición de algún tipo de la misma especie, que volvía derrotado y rogaba una segunda oportunidad. Seguramente, en cualquiera de las dos suposiciones me equivoqué, esa chica y todo lo que la envolvía, era misterio sin resolver.

No podría decir cuanto tiempo transcurrió exactamente, pero la chica depositó la carta sobre la mesa, y acto seguido, una lágrima se deslizó por su mejilla y se terminó perdiendo entre el suelo del bar. Allí desapareció. Fue casi imperceptible, no estoy seguro de que nadie más allí percibiera el detalle de aquella lágrima plateada deslizándose hasta extinguirse. Yo lo vi, y entonces lo supe; la carta había terminado con un agradecimiento. Con palabras escritas desde el amor. Desde el amor que no puede ser, que tiene que marcharse.

Con un gesto sutil, atrajo la atención del camarero que se acercó casi instantáneamente, luego dejo unos cuantos billetes sobre la mesa y se largó. La miré salir, tenía unas piernas largas y preciosas y no parecía caminar, si no deslizarse. Desapareció.
Un momento después, volví a mirar a la mesa, como deseando que por arte de magia apareciera de nuevo allí, mirarla me hacía sentir mejor. Que existiese me hacía sentir mejor. No estaba, una mesa vacía. Algo llamó mi atención: “No, no puede ser” —pensé—. Sobre la mesa descansaba un papel blanco roto en varios trozos.

Me acerqué sin ningún tipo de pudor, todos los allí presentes merecíamos el mismo respeto y teníamos el mismo derecho a reproches de unos hacia otros: NINGUNO.
Me acerqué, era la carta. Los pedazos no eran demasiado pequeños así que junté como pude cuatro de ellos, creo que pertenecían al final. Pude leer el último párrafo y sentí que el corazón me iba a estallar, que algo me desgarraba desde dentro todos mis órganos vitales. Lo leí. Leí el último párrafo y decidí que no quería leer más.

Decía así:

“Y con todo el respeto del mundo y el amor que sabes que te tengo, supongo que el haberme dirigido hacia ti en estos momentos, solo ha sido porque me veo en la obligación de admitirlo. Bien, debo confesarlo: jamás he perdido tu número de teléfono, lo tengo grabado a fuego. Jamás, durante todos estos años olvidé tu dirección. Y si algún día, después de que pase mucho tiempo nos recordamos como amigos, se que ahora no, se que no podemos todavía, solo entonces, sonreiremos, y recordaremos las cosas tal y como sucedieron. No hay amor tal y como lo conocimos, pero estoy seguro de que no ha desaparecido, se ha transformado en amistad.




PD: Con todo mi amor.”

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