Aquella noche de sábado había sido movida, el
chiringuito a pie de playa que Román llevaba regentando más de quince años
había hecho una recaudación tan buena como en los viejos tiempos.
Yo llevaba allí algunas horas, prácticamente desde el medio día, cuando llegué con la intención de tomar sólo un Ron antes de volverme a casa a escribir.
Acabé asistiendo al cambio de camareros, y a la llegada de aquél cuarteto de música latina que ponía a bailar a todo el personal durante la noche entera, las chicas más increíbles de la ciudad destrozaban caderas sobre el suelo de madera.
Yo llevaba allí algunas horas, prácticamente desde el medio día, cuando llegué con la intención de tomar sólo un Ron antes de volverme a casa a escribir.
Acabé asistiendo al cambio de camareros, y a la llegada de aquél cuarteto de música latina que ponía a bailar a todo el personal durante la noche entera, las chicas más increíbles de la ciudad destrozaban caderas sobre el suelo de madera.
La música había parado hacía rato. Las parejas de
bailes se habían marchado, algunas por separado y otras juntas, a continuar en
la intimidad con el más antiguo de los ritos, una danza privada, una danza
macabra. Otros habían visto cómo su carroza se convertía en calabaza al
desvanecerse la última nota del pentagrama, y se habían largado cabizbajos
tratando de encontrar en el suelo del local, unos sus caderas rotas. Otros
ilusiones rotas. Otros—estos más desdichados aún—, corazones rotos.
Yo los había observado desde la barra mientras los
Whiskey doble con hielo se sucedían, se convertían en un bucle constante y
delirante que me elevaba hacia un estado de conciencia superior en el que
olvidaba que me daba vergüenza sacar a bailar a nadie. Que me daba vergüenza
salir a bailar cuando me lo pedían. Que no sabía bailar, joder.
Marcela acababa de servirme el último tras mirar a
su padre, que se encontraba subiendo las sillas a la mesa tras barrer el suelo,
tras mi muda petición para que me rellenara el vaso. Román había dado su
beneplácito, confiaba en mí, no era la primera vez que me quedaba hasta el
cierre y nunca había tenido problemas conmigo.
A pesar de su aspecto rudo, creo que Román era un tipo sensible, creo que me
había tomado algo de cariño, aunque nunca jamás saldría expresada en palabras
tal emoción de un tipo rudo y malhumorado que llevaba solo su negocio día tras
días para dar de comer a su numerosa familia, como antes lo había hecho su
padre. Como antes que su padre lo había hecho su abuelo.
No hablábamos. No se escuchaba en una palabra, y la
oscuridad se hacía cada vez mayor bajo el toldo del chiringuito, como si música,
voces, comunicación y luz, estuvieran hilados. Humanidad.
Se podría decir que habíamos pasado a estar iluminados solo por las estrellas. Una oscuridad inmensa, y nosotros allí, sobrevolando el sueño y el silencio bajo las estrellas.
Sin que se oyera una palabra, solo el rugido del mar, y de vez en cuando, las olas chocando contra el arrecife. Solo silencio. Solo podía escuchar el bombear de mi propia sangre en las sienes. Y cristales rotos.
Se podría decir que habíamos pasado a estar iluminados solo por las estrellas. Una oscuridad inmensa, y nosotros allí, sobrevolando el sueño y el silencio bajo las estrellas.
Sin que se oyera una palabra, solo el rugido del mar, y de vez en cuando, las olas chocando contra el arrecife. Solo silencio. Solo podía escuchar el bombear de mi propia sangre en las sienes. Y cristales rotos.
De repente, cristales rotos.
— ¡Dorita! —Exclamó Román enfurecido—, es el cuarto
vaso que me rompes esta semana. ¡Vieja borracha del demonio!
— ¡Cierra esa bocaza de rape y tráeme otro Ron! —Contestó
la anciana negra que permanecía casi imperceptible sentada al borde del
palafito de madera, en la esquina de la izquierda—.
—No te lo crees ni tú —respondió un poco más dulce
Román—, ya es hora de volver a casa, mi amor. No te queda plata, y yo ya no
puedo invitarte para que acabes un día muerta en la playa.
— ¡No me vengas con excusas, viejo verde! No se me
ocurre un lugar mejor para morir que esta playa. ¡Tráeme esa maldita copa!
—Te doy diez minutos para que te largues —le susurró
Román, tras indicar con una mirada a Marcela que le acercase esa copa—.
Me había llamado la atención el comportamiento de
aquella señora tan peculiar y de carácter animal. Parecía ser un cliente, o más
bien, un parásito habitual, pero yo jamás había reparado en ella durante todos
estos meses. Había venido a la otra punta del mundo para tratar de encontrar la
inspiración, pero las musas no entendían de hemisferios planetarios, y yo
continuaba sin escribir una sola palabra.
En la barra, Marcela acababa de servir un vaso de Ron con hielo, y justo antes
de que se marchara con él en la mano hasta donde se encontraba la enigmática
Dorita, le indiqué con un gesto que no lo hiciera, que yo me encargaba de
acercárselo.
Me desplacé algo desconcertado hasta el borde del suelo de madera y me senté junto a ella, justo de frente al mar.
Me desplacé algo desconcertado hasta el borde del suelo de madera y me senté junto a ella, justo de frente al mar.
— ¿Quién eres tú? —me dijo agarrando el vaso con
brusquedad y casi sin mirarme—, eres demasiado blanquito, no pareces de por
aquí.
—No, la verdad es que no soy de por aquí, aunque
pienso quedarme una temporada. Estoy tratando de encontrar algún tema sobre el
que escribir. Pensé que encontraría la inspiración.
— ¿La inspiración? —Contestó irónica—, en esta choca
lo más que puedes agarrar es una buena borrachera, una pulmonía a estas horas,
o alguna pendeja desmelenada de las que vienen a bailar por aquí.
— ¿Y a qué ha venido usted?
—Eso a usted no le importa, blanquito “chupatintas”
—contestó ahora mirándome desde unos globos oculares blancos como el marfil,
que parecían batirse en duelo en medio de aquella oscuridad con las estrellas,
para ver quien iluminaba más—, ahora lárguese, quiero estar sola.
—No quería molestarla, Dorita —Me disculpé—, ¿Sabe?
No conozco a mucha gente por aquí, a veces uno se siente algo solo. Solo quería
un poco de conversación.
— ¿Solo? ¿Usted? Usted está loco, blanquito. Yo
llevo más de treinta años volviendo a esta playa día tras día, completamente
sola, esperando, buscando, desesperando. Si usted está solo es porque le da la
real gana, blanquito —continuó—, así que levanté su blanco culo y deje a este
viejo demonio beber tranquilo.
— ¿Lleva más de treinta años viniendo a esta playa
día tras día? ¿Buscando qué? ¿Esperando qué?
—Esperando encontrar una razón para vivir. O para
morir. Esperando encontrarle, esperando que vuelva. Si sigue vivo, quizás algún
día vuelva.
— ¿De quién habla? ¿Se trata de un familiar suyo,
Dorita?
—Marcos. Ese negro hijo de puta siempre sabía bien
lo que decir. ¿Sabe, escritor? Él también escribía poemas llenos de faltas de
ortografía. Éramos muy jóvenes, yo daba clases en la escuela del pueblo a los
hijos de los pescadores, él llegó del norte para trabajar aquí en un barco.
Maldito hijo de puta, tenía una espalda ancha como una montaña, y un brillo de
inteligencia enfrascada en los ojos, una sonrisa de “he pactado con el diablo”.
Pero las cosas nunca fueron fáciles, las cosas nunca salen bien así de simple,
escritor.
—Entiendo. ¿Murió en el mar?
— ¿Morir? ¡Ni hablar! —contestó—. Él había venido a
ganar dinero rápido para volver con los bolsillos llenos a su tierra, él no era
más que un marinero palurdo. Mi familia nunca lo habría aceptado. Qué hijo de
puta, siempre sabía lo que decir. Yo le decía que no podía ser, que teníamos
edades muy diferentes, una posición social muy desequilibrada, que
pertenecíamos a mundos distintos. ¿Sabe qué me respondió una vez mientras se
colocaba una caracola en el oído para escuchar el mar y sonreía, escritor? Me
dijo: Te preocupas demasiado por lo que crees que somos, mi amor. Te equivocas
en la esencia de los conceptos: “Soy pobre. Soy marinero. Soy un inculto” Nada
de eso es cierto, mi vida. Estás confundiendo el ser con el estar. Porque lo que
es ser, yo solo SOY, cuando SOMOS. Los DOS. TÚ y YO, Dori. El resto del tiempo,
en el resto de ámbitos, me limito a estar.
En este punto, la anciana agachó la cabeza en lo que
casi pareció una convulsión, para ocultar un torrente de lágrimas que brillaron
sobre sus negras mejillas bajo la luz de las estrella, en la oscuridad de la
noche.
Y las olas seguían rompiendo en el arrecife.
Y la voz de Román rompía el silencio para
advertirnos de que nos echaría de allí a patadas si era necesario, “Tengo una familia
con la que volver a casa”, decía.
—Conozco un sitio que permanece abierto toda la
noche —le dije a Dorita—, ¿Le apetecería tomar algo conmigo? No me apetece irme
a dormir, y me gustaría saber más sobre su historia.
—Pagas tú, escritor. Pagas tú.
—Siempre pago yo, Dorita. Por eso estoy aquí, porque
siempre pago yo. Nunca dejé una deuda por pagar, solo mil promesas a olvidar.
Por eso vine hasta aquí, Dorita.
—Tiene mucho veneno que soltar, escritor. Cuénteme
su historia, yo le contaré la mía. Usted paga escritor.
Y los pasos se perdieron, primero entre las dunas y
luego en la noche.
Bajo la luz de todas esas estrellas, testigos
infinitos de todos esos secretos que a menudo contamos al mar.
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