martes, 25 de febrero de 2014

En el fuego

Hombres que se rompen
a cada instante, cada parpadeo.
Errores itinerantes
asesinándote, con balas de fogueo.

Vuelve a cortar el césped
para que vuelva a sonar
la melodía atropellada que
es tu voz al mentir
y tu mirada perdida,
la que salimos a buscar.

El bote de mermelada
no soporta un centavo más
porque el vidrio chirría
como tu lo hiciste allí,
en esa misma cocina
de la casa familiar.

Hombros que se hunden,
no es el momento de alzar el vuelo.
Rezaban por el desarme
de tus territorios infinitos.

Y el grito destroza el vidrio
y su boca ahora escupe
fuego desde dentro
y todas las monedas
ruedan locas por el suelo,
desordenando el pensamiento.

Y tu escuela fue el grito,
y tu profesor el miedo
y las esquinas ocultas
y los lápices en sus
agujeros eternos
de desconsuelo.

Grises que se expanden,
por los bosques y el cielo.
enjambres hambrientos,
en la punta de los dedos.

Vuelve a caer la lluvia
para que pueda limpiar
los gritos, cristales y el miedo,
la cocina quedará
presa de un vasto silencio,
mientras las vuelvo a contar.

Decidimos recoger tu nada
y comenzar también a gritar
dejando nuestras gargantas cada día,
gritando no vuelvas más
por encima de los acordes
de una guitarra al sonar.

Hombres que se recomponen
moneda a moneda.
Sinápsis efímera
de conductas moduladas.

Y los ojos ahora están 
abiertos para contemplar,
no importa que fuera a 
golpes y dolor si ahora 
solo queda ya el sonido
de las olas de este mar.

Gracias y jódete
y sal a cortar el césped
y a mirar desde tus
cuencas vacías el 
lento caminar de asesinas
en minifalda, es primavera.


A veces puedo escribir sobre las estrellas
a pesar de emitir desde el subsuelo,
desde esta espiral de azufre
también se pude contemplar el cielo

Qué importa si mi hogar,
lo encuentro en su aliento,
y mi brújula en su pelo,
creo que ya lo he decidido,
voy a quemarme en su fuego.

Mi casa, es ahora su infierno.

Me largo unos días, pero me quedo.

Vuelvo.

lunes, 24 de febrero de 2014

Modernas

Llevaba menos de medio año en la ciudad y me había cambiado tres veces de piso, siete si contamos esos días  sueltos, a veces semanas en que tenía que buscarme una pensión en la que dormir a causa de mis conflictos conmigo mismo, mis chicas y sus huéspedes.
El ciclo se repetía una y otra vez: yo dejándome llevar y evitando el conflicto y todas esas chaladas exigiéndome que las quisiera: “Solo os pido que no me pidáis más de lo que yo os pido, y lo que os pido es NADA”.

Podría parecer que no he sido más que un parásito, pero nada más lejos de la realidad, siempre fui el socio capitalista, siempre me dejé las pelotas para poder permitirme mi estancia allí y mis vicios, es más, no me importaba compartir ni lo uno ni lo otro con cualquiera que se cruzara en mi camino.

Nada más llegar allí de la mano de aquella chica que aspiraba a convertirse en Loise, la periodista suprema, y que secretamente soñaba con convertirme en el jodido Clark Kent, comencé a buscar trabajo de todo lo que podía, es más, me pluriempleaba, siempre tenía alguna banda con la que tocar los fines de semana y solo con eso me podía permitir aquellos alquileres compartidos con universitarios prepotentes y pequeñas zorritas malcriadas. Aparte, aceptaba trabajos de mierda que me robaban la vida poco a poco (mozo de almacén, repartidor, conserje de noche, vigilante de obra, reponedor), y todavía sacaba tiempo para intentar escribir y vender algunos de mis textos y follarlas salvaje, como si hubiera estado todo el día tumbado al sol en el jardín delantero de mi casita en Beverly Hills.

No entiendo por qué todo iba tan mal siempre, por qué ese ansia de convertirme en algo que no era. La cuestión es que llegué allí de la mano de la periodista y eso se estropeó.
Mi siguiente parada fue en la casa-museo de lo macabro de mi escultora favorita, y durante un tiempo no estuvo mal, pero una vez más, todo se torció.
Siempre me habían gustado las letras, así que acabé mudándome por tercera vez con una chica bastante más joven que yo que comenzaba su carrera como periodista (¡también!), y a la que conocí en una reunión para un proyecto en el que tenía que rellenar dos páginas de un fanzine de arte emergente, acompañando a las ilustraciones pornográficas de un dibujante con algo de trayectoria. Ellos preferían llamarlo erotismo “New Wave”, a mí siempre me pareció pornografía para gente rara.

Al principio me pareció una chica interesante y a pesar de que nunca la quise —y nunca le dije que lo hiciera—, lo pasábamos bien. Hablábamos sobre literatura y sobre proyectos en común y sobre proyectos futuros de uno y otro, y durante un tiempo la cosa iba bien. Yo acababa de formar una nueva banda de Rock and Roll con algunos muchachos que había conocido en esa nueva zona de la ciudad a la que nos mudamos, y por las noches trabajaba en una empresa de repuestos de impresión en la que me dejaba las manos durante ocho horas, después me reunía con ellos en el local, me metía unos tiritos y ensayaba durante un par de horas y bebía y reía. Llegaba a casa de madrugada, follábamos durante una hora o así, después ella se iba a la cama para apurar un rato antes de volver a la facultad, yo me tomaba un par de Valiums, y la acompañaba en el sueño, solo que hasta más tarde.

Solía despertarme solo y tenía todo el día —hasta las ocho de la tarde que empezaba mi turno en la empresa de repuestos—, para escribir, vagabundear y alimentarme e hidratarme. De verdad que no me quejaba, todo iba bien. El sueldo que me pagaban por dejarme las manos con los repuestos de impresión no era demasiado amplio, pero entre los conciertos y algún texto que vendía, me encontraba cada mes con una buena cantidad de pasta, vivía bien.

Todo iba bien hasta que Marta “la chica plateada”, Javi y Juli, comenzaron a frecuentar nuestro piso cada vez más a menudo.
No tenía ningún problema con eso de acoger a gente en casa, siempre he sido bastante tolerante con la estupidez ajena, aprendí a evadirme, pero esa Marta era una tía de lo más extraño y repelente, y poco a poco comenzó a resultarme una verdadera molestia.
Marta se hizo amiga íntima e inseparable de mi chica mediante el viejo método de “qué incomprendidas somos las dos, qué hija de puta es la sociedad, quiero meterme en la cama contigo para hacer la tijera durante horas”, y mi chica, que se consideraba maltratada por el universo, no tardó en hermanarse con la “moderna” y hacerse portadora del estandarte de su estúpida cruzada.

Soy respetuoso con las opciones religiosas de los demás, sobre todo si rezan en silencio y no me tocan demasiado las pelotas, así que no es por eso por lo que supuso un problema esta intrusión. El problema reside en que eran unos personajes realmente peculiares, una micro secta de tres.
Marta era una tía fea, flaca y paliducha que vestía como si su asesor de moda fuera Paco Clavel, despreciaba todo lo Mainstream, no soportaba nada que hicieran más de dos personas en el mundo, y criticaba constantemente cualquier acción llevada a cabo por los hombres, era falo fóbica, me aventuraría a decir.

Yo llegaba agotado de los ensayos después del trabajo, y cada vez más a menudo me los encontraba allí, sentados viendo dibujos animados japoneses, videos de las Nancys rubias, Parálisis permanente, o jugando a algún estúpido juego de mesa de los años ochenta.
Al principio traté de ser amable, llegaba, saludaba y trataba de integrarme.
Marta me despreciaba, lo notaba desde el principio “¿Un grupo de Rock? ¿Los Rolling Stones? ¿Hay algo más machista y más estereotípico?”.
No me molestaba en defender mi postura, siempre he sido quien soy y hago lo que hago, no va a causarme un trauma que una seguidora de Alaska y sus pegamoides criticaran mis gustos.

El problema comenzó cuando mi chica aceptó el culto y me pedía que fuera tolerante, que entrara al trapo “son gente guay”, decía”.
Le parecía de los más gracioso y sexy que Javi y Juli se tocaran el culo, hicieran apología de su ambigüedad sexual en público, y todo lo que rodeaba ese extraño universo de horteras sacados de una peli de Almodóvar sobre la movida Madrileña.
Dios sabe que nunca he sido quién para criticar la tendencia sexual de nadie, pero la primera vez que Javi se me acercó en uno de sus jueguecitos para intentar comerme el cuello le aparté y solo le dije “por ahí no, amigo, me importa un carajo donde la cueles, pero a mí no me va ese rollo”. La segunda vez le puse un ojo morado y todos gritaban como si yo fuese el demonio, así que me encerré en mi estudio y traté de terminar unos textos que me había comprometido a escribir para un contacto de la universidad de Bellas Artes.

Cuando volví, a la madrugada siguiente, ella estaba sola, esperándome en el sofá, leyendo algo de Krakauer, esto me tranquilizó y me puso algo cachondo a la vez, así que me acerqué y me tumbé en modo cariñoso junto a ella, se apartó.

—Ey, ¿Qué pasa? —pregunté extrañado—.

— ¿Qué pasa? —Me contestó algo indignada—, ¿Tienes los cojones de preguntarme qué pasa? Pasa que montaste un numerito curioso ayer. Pasa que le diste de hostias a Javi por tu maldita homofobia. Nunca pensé que fueras así.

— ¿Homofóbia? Vaya, lo siento, nena, por no dejar que me violen…

— ¡Estaba jugando, joder! —Gritó—, ¿tanto te cuesta entenderlo? Nunca los has tragado, parece que te moleste que seamos tan amigos.

— ¿Jugando? Ya le había advertido que no me agrada jugar a esas cosas con él. Y no, nunca los he tragado, pero he hecho el esfuerzo de convivir de manera pacífica con ellos, me he tomado esta invasión de la carroza del orgullo gay de una forma bastante civilizada creo…

— ¿Tienes que insultarlos? ¡No son gays!

—Y ¿por qué cojones piensas que trato de insultarlos al llamarlos gays? No entiendo nada, en serio. Joder…estoy demasiado cansado para esto.

—Yo también empiezo a cansarme. Sabes el trabajo que me cuesta encontrar gente con la que me sienta a gusto, hacer amigos, y para una vez que me siento bien con unas personas, en lugar de alegrarte por mí, te dedicas a darles de hostias.

—Ahora soy un puto Nazi, ¿no?

—No quería decir eso, sabes a lo que me refiero —comenzó a llorar—, me siento sola en esta ciudad, tú estás todo el rato fuera, ves a mucha gente, yo casi no tengo amigas en la ciudad. Solo te pido que trates de ser amable. No te enfades, ¿vale? No quiero que te enfades conmigo.

—No estoy enfadado contigo. Mira, no voy a pedir disculpas a Javi, y sé que ni Juli ni Marta me tragan, pero aún así pueden seguir viniendo aquí todas las veces que quieran, ¿vale? Si eso te hace feliz, por mi no hay problema. Solo te pido que les hagas entender que no soy de ese rollo, que no intentes cambiarme, tolero que estén aquí el tiempo que quieran y que se sientan como en casa, pero si hay algo que sabes que no me gusta, diles que lo respeten y no habrá problemas.

—Gracias. Y a Marta sí que le caes bien, no te conoce mucho y a veces os mete a todos los hombres en el mismo saco, es una buena chica, en serio, ¿por qué no habláis tranquilamente? Estoy segura de que acabaréis siendo buenos amigos.

—No tengo ningún problema, de verdad, hablaré con ella. Respecto a Javi y juli, diles que mantengan sus erecciones lejos de mí, y yo mantendré mis puños lejos de sus caras, ¿de acuerdo?

— ¡Eres un bruto! —Se burló—, ven aquí, tonto.

Nos reconciliamos, con todos los orgasmos que una reconciliación implica.
A la semana siguiente volvían a estar allí cada madrugada, privándome de mi intimidad, de mi polvo del día —joder, me lo merecía—, y me miraban raros aunque su trato fuera cordial a la vez que distante.

Esta situación se mantuvo durante otra semana más y yo cada vez tardaba más en volver a casa, me paraba en un café literario que había cerca del local de ensayo que abría realmente temprano, y allí me ponía a beber, a leer y en un par de días conocí a Isa.
Era una chica rubia, alta, pálida y delgada que siempre se sentaba en la misma mesa con cancioneros de Patti Smith, antologías poéticas de Emily Dickinson o libros de artes gráficas.

A veces solo estábamos los dos en el local a esas horas y fue inevitable que acabáramos entablando conversación. Me explicó que le encantaba venir de madrugada, nada más abrir el local para sentarse a leer poesía, insistía en que echara un ojo a “Horses” de Patti Smith, yo le dije que era más de “Wild horses”, de los Rollings, ella sonreía y trataba el tema con toda la naturalidad del mundo.
En unos días llegamos a un punto en el que nos habíamos hechos confesiones bastante íntimas, nos contamos cosas privadas de nuestras vidas y sí, también follamos.

Me gustaba encontrar allí a aquella chica casi invisible cada madrugada y terminar viendo amanecer a su lado. Traté en varias ocasiones de que me acompañara, de invitarla a un Whisky “no puedo, tomo antidepresivos, estoy jodida”.
Y era cierto, estaba siempre muy triste, con la autoestima por los suelos, no se valoraba nada, así que cualquier cosa que yo le ofreciera, le parecía muchísimo más de lo que se merecía. Era realmente agradable su compañía, no exigía nada, solo disfrutaba del momento.

Le enseñé parte de mi trabajo, y aunque no era su temática favorita discutía conmigo sobre su calidad, sobre qué cambiaría ella y sobre lo bueno que le parecía mi honestidad a la hora de arrojar mis palabras en negro sobre blanco.
Le conté lo que me estaba ocurriendo, y me dijo “Si yo fuera tu chica, largaría a todos esos estúpidos y te estaría esperando ansiosa cada madrugada para echarte el polvo de tu vida, me encanta como follas”.

—Deberías volver a casa con tu chica, no sé qué haces perdiendo el tiempo con escoria como yo —me dijo mirándome a los ojos en su cama—, sería lo mejor para ti.

—No digas tonterías, tú no eres escoria, y si estoy aquí es porque no me apetece estar en ningún otro sitio.

—En serio, no valgo una mierda, y tengo un coño horrible.

—Pero qué dices, ¿te has vuelto loca? Me encanta tu coño. Tienes un coño precioso, de verdad, si tuviera que elegir comer solo una cosa el resto de mi vida elegiría comer tu coño una y otra vez —reimos—. Hablo totalmente en serio, si fuese circulando por una autopista con el estómago lleno después de un buen atracón y pasara por una venta en la que se anunciase tu coño como menú del día, no dudaría en pegar un volantazo y pararme allí a comer de nuevo entre tus piernas.

—Estás como una cabra. Me gustas mucho, eres muy divertido, y me alegro de haberte conocido, flaco. ¿Sabes? Un día de estos pienso suicidarme, me voy a inflar de esas pastillas que te paso.

—No lo harás.

—Sí que lo haré.

—No lo harás, ¿sabes por qué? —Comencé a deslizarme bajo las sábanas—.

— ¿Por qué? —Se reía—, sorpréndeme.

—Porque no estaría bien dejarme morir de inanición.

Nos reímos mucho juntos. Era una chica muy divertida en el fondo, solo necesitaba darse cuenta de ello y que la vida fuera un poco menos de hija con ella, y algún medicamento milagroso que la hiciera olvidar su pasado. No volví a verla, la semana siguiente me largué de la ciudad después del incidente con Marta.

Llegué a casa del ensayo, había sido un día realmente duro y solo me apetecía meterme en la cama a intentar dormir ignorando las risas y conversaciones absurdas de los “Tricyle” que se habían instalado en mi salón.
Cuando entré en el piso tras girar la llave todo estaba en silencio y como única luz se apreciaba la pequeña lámpara del salón, por lo que pensé que mi chica estaría leyendo tranquilamente. Me encontré a Marta sentada en el sofá ojeando un libro extraño.

—Hola, ¿Y la troupé?

—Hola, ¿la troupé? ¿Quién dice eso todavía? —Me respondía con una mirada de desprecio—.

—Oye, solo trataba de ser amable. ¿No es así como habláis los modernos?

—Ya…—susurró—. Se han acercado al veinticuatro horas, no os queda cerveza.

—Lo siento, culpa mía. Creo que deberíamos hablar—me senté junto a ella—, tu y yo no hemos empezado con muy buen pie.

—No habrás empezado con muy buen pie tú. Adelante, ¿de qué quieres que hablemos, de tu homofobia, de tu carácter represivo, machista y agresivo?

—Ehh, afloja un poco—me senté junto a ella en el sofá tras quitarme algo de ropa—, estoy tratando de ser amable, de que nos entendamos, ¿vale? No es por ti ni por mí, hazlo por tu amiga.

—El intento ya es más de lo que esperaba de ti —contestó mientras seguía mirando aquél libro—, así que gracias, es un detalle.

—Hay más cosas que no esperas de mi —le contesté casi al oído mientras deslizaba mi mano bajo su falda
—, puedo enseñarte un poco, verás cómo nos entendemos.

— ¿Qué coño haces, cerdo hijo de puta? —Gritó intentando levantarse—, voy a contárselo todo, están al llegar.

— ¿Es así como te gusta? —Susurré lamiéndole el cuello—, ¿te gusta jugar eh?

Traté de reducirla mientras mi mano seguía jugando bajo su falda a la vez que ella forcejeaba. Ahogué su grito y sus insultos mordiéndole la boca. Me eché sobre ella, por alguna extraña razón estaba realmente excitado.

Finalmente, consiguió liberar una mano con la que me asestó un golpe seco en los genitales que me hizo caer de lado medio inconsciente. Se levantó con lágrimas chorreando por sus mejillas y todo lo demás fueron gritos y sus botas Doctor Martens pateándome las costillas.

Cuando recuperé la consciencia, estaban los cuatro sentados en el salón. Marta estaba sentada en nuestra butaca secándose las lágrimas con Kleenex que le ofrecían los otros tres a la vez que clavaban sus miradas de desaprobación en mí.
Primero pensé que iba a tener que pelearme con Javi y Juli, pero no tenían cojones a hacer nada más que mirar despectivamente —lo que fue una suerte para mi, ya que me encontraba hecho un verdadero despojo—, mi chica también lloraba y tras unos minutos abrió la boca.

—Lárgate —me dijo como pudo—, no quiero volver a verte. Eres un hijo de puta, ¿cómo has podido hacerle eso?

—Lo siento, nena. No era mi intención, solo pensé que era lo que quería. Traté de ser amable.

—Lárgate. No quiero verte aquí mañana.

Después se fueron, y a pesar de que podría haberle dicho que era yo quien pagaba esas malditas cervezas, ese puto alquiler para ayudar a su familia —sus padres estaban asfixiados y casi no llegaban a fin de mes—, sus materiales para la carrera y prácticamente todo, decidí largarme una vez más y para siempre. Me largué porque no tenía sentido quedarme allí un solo día más. En ese piso. En esa ciudad. En ese estado en el que me encontraba.

Me largué —por suerte siempre he sido un hombre de equipaje ligero: una maleta de ropa, un par de guitarras y unas cajas con relatos, cuentos y poemas—. Me largué para volver a empezar de cero.

Volví al lugar dónde había conocido a Isa sin más intención que despedirme y decirle que había sido un verdadero placer conocerla. Quería decirle que todo lo que le expliqué sobre su delicioso coño era cierto, y que no tenía que andar siempre deprimida, que en definitiva, era una chica estupenda. No estaba allí.
Le pregunté a Claudia —una de las camareras— por mi “horse-girl”, y me dijo que hacía una semana que no pasaba por allí, que la última vez que la vio, estaba conmigo.
Sentí que algo me pesaba muchísimo en el pecho y se me pasó por la cabeza la idea de llegarme a su piso para despedirme.

Luego pensé que hay cosas que un hombre no quiere saber en determinados momentos de su existencia. Así que agarré mis maletas pensando que se había mirado al espejo una mañana y se había dado cuenta de lo realmente maravillosa que era, así que había cogido su equipaje y se había largado de esta maldita ciudad llena de tipos horribles como yo.

Me largué para no volver, pensando en Isa y su nueva vida. Preguntándome cómo sería mi vida a partir de ese momento.


Me largué de la ciudad.

jueves, 20 de febrero de 2014

Donde habita el olvido



Anoche me pegué un tiro en la boca y me apuñalé el pecho. Así es, yo solito.
Es por eso que esta mañana conducía, miraba a la carretera desde el fondo de mis ojos, y para poder focalizar cualquier parte del paisaje, debía cruzar un enorme vacío, una enorme galaxia, un enorme glaciar, estrellas, vértigo.
Anoche me pegué un tiro en la boca y me apuñalé el pecho y hoy todos me lo reprochaban: “Con esa mierda de agujero en el pecho se te escapa todo el aire, suenas como una corneta desafinada”, “Ey, no consigo entender nada de lo que dices, ¿qué te pasa en la boca? ¿Y tus jodidos dientes?, Dios…puedo ver incluso tus ideas”.

Todo el mundo me ha reprochado haberme pegado un tiro en la boca y haberme apuñalado el pecho, pero es lo que ocurre cuando pierdes de vista a un niño dentro de una tienda de armas, cuando te regalan espadas y pistolas cada año por navidad. Eso es lo que pasa cuando tienes entre tus manos una bomba que podría detonar en cualquier momento y hacerte pedazos.
Estás ahí, contemplándola, escuchando su TIC, TAC, nervioso porque no sabes cuál será el momento preciso en el que detonará, y como sabes que pasará antes o después piensas: “Quizás si al menos decido yo, si soy el culpable, duela un poco menos”, en realidad no lo piensas, no es premeditado, solo te posee un impulso al que respondes abrazando a la bomba con todas tus fuerzas para uniros más que nunca y provocar una explosión que ha de esparciros en mil pedazos, os separará a galaxias de distancia. Para siempre.

No aguantaba más reproches, porque para eso ya tengo a la voz de mi cabeza, la que quiere joderme a veces, así que me levanté y ante la mirada de todos esos pacifistas de mierda que querían crucificarme por haberme pegado un tiro en la boca y por haberme apuñalado en el pecho, me preparé una línea recta y me pegué un tiro ante todos ellos, esta vez no en la boca, algo más arriba —y sí, es cierto, fueron dos—.
Luego me largué de allí, subí al coche y conduje de vuelta a ¿Casa?, y durante todo el camino, los ojos me escocían y un hormigueo atroz me recorría las manos hasta casi dejar de sentir el volante. También tenía las piernas entumecidas, y la polla dura en los pantalones por algún motivo que no alcanzo a comprender.

Por fin llegué a la ciudad después de una hora de camino, durante el que cada cinco minutos pensaba en sacar el coche de la carretera, quizás si me incrustaba la luna delantera en la cara consiguiese sentir algo, pero entonces oí su voz en mi cabeza: “Me sabe mal que te desangres, pero límpialo todo antes de salir, nadie tiene por qué ensuciarse, tu basura te pertenece solo a ti”, así que no lo hice.
Creo que mi suicidio ha sido bastante sonado, aunque no se bien a quién se debe la filtración, la cuestión es que durante todo el camino, una lluvia de coños hizo vibrar mi teléfono móvil que se retorcía en el asiento del copiloto. Zumbaba como un avispero al ritmo que todas esas vaginas que llevaban tiempo sin aparecer, golpeaban ahora con insistencia, como queriendo sacar a un animal asustado de la madriguera. La colmena de voluptuosos labios menores se había incrementado de manera descomunal ante la noticia de mi nocturno suicidio, y creo que en parte me hizo sentir asustado.

Finalmente, a pesar de no haber respondido a la llamada —porque ya dije anteriormente que solo cuando es ella la que aúlla, acudo a la llamada—, fui al lugar donde sabía que encontraría algunos de esos seres porque el día pasaba lento y triste y gris, y sobre todo, extraño.
Entré en aquél local y solo una de ellas que estaba justo de frente, me vio llegar. Pude ver cómo su gesto se contorsionaba en una mueca extraña que avisaba a las demás de mi llegada. Supongo que utilizan algún tipo de metalenguaje de coños en el que se envían información secreta, un código incomprensible para nosotros. Las voces bajaron su volumen y un tono solemne se instaló en sus caras pintadas y corridas y guarreadas y engañadas.

— ¡Vaya, el hijo pródigo! ¿Tú no debías estar en Sevilla? —Me dijo la reina de la colmena al tiempo que se levantaba y me abrazaba dejando caer su cabeza en mi cuello—. ¿Cómo estás, cariño?

— ¿Qué cojones te pasa? Estoy bien —dije sin responder a su abrazo, con mis brazos colgando inertes a cada lado de mi torso—. Digamos que tengo unos cuantos días libres.

—No, en serio, lo sabemos —dijo una de las abejas obreras—, y se te nota en la cara.

—Ven siéntate un rato, tómate algo —interrumpió la reina, al tiempo que colocaba una silla a su lado para que yo la ocupara—. No estás en racha, ¿eh, vaquero?

—Creo que me voy —hice un amago de levantarme—.

—Oye, espera. No te lo tomes a mal, tómate algo con nosotras. Hace tiempo que no hablamos.

Me senté un minuto y hablamos de asuntos realmente triviales, y mientras todas hacían una exaltación de lo bizarro, una exposición de lo cultas que eran, de lo maravilloso que yo era pero lo mal que me trataba la vida, y mientras masturbaban sus mentes, yo me sentí el mayor traidor del mundo al escuchar en mi cabeza de nuevo su voz “Eso es lo que te gusta, ¿verdad?, ahora está a gusto el niño entre sus zorritas culturetas”.
 
No me sentía a gusto, así que tras cinco minutos me levanté y me apoyé en la barra a contemplar el gordo culo de la camarera sesentona que parecía danzar al ritmo del silbido de la máquina de café, al oírlo, yo solo podía pensar en una locomotora que tiraba de un tren que me llevaba a destinos desconocidos, a parajes helados, tenía mucho frío.
Un instante después, unos brazos rodeaban mi cintura desde atrás y noté como un cuerpo se amoldaba al mío, me deshice de esa situación en un movimiento espasmódico, como si del abrazo de una Boa constrictor se tratará. Solo se trataba de la abeja reina.

—Oye, no tienes que pagar con nosotras lo que te ha sucedido, de hecho, todos sabíamos que pasaría antes o después.

—No quiero hablar del asunto. ¿Te importa dejarme solo? Me apetece beber tranquilo.

— ¿Sabes qué me apetece? —Preguntó deslizando un dedo desde mi pecho hasta el borde de mis pantalones—. Me apetece que te quites esas gafas de sol para poder mirarte a los ojos, y luego me apetece que vayamos a algún sitio, a mi piso, y me des un poco de lo tuyo.

—Tú no quieres eso, zorra estúpida.

— ¡Vaya! Así que mi vaquerito misógino ha vuelto, no sabes cómo me pone cuando te haces el duro —intentó quitarme las gafas y aprovechó de nuevo para frotarse contra mi—, vamos.

— ¿Estás sorda? Tú no quieres que yo te dé un poco de lo mío, porque lo mío es terrible. Y no me quites las putas gafas —dije mientras interrumpía su acción con un manotazo—, no quieras ver lo que hay detrás, te daría vértigo. Oye, no eres una mala chica, solo un poco zorra y estúpida. Tú no quieres asomarte al vacío, no quieres mirar detrás de estas gafas y no quieres lo que yo tengo. Además, no tengo nada, y en esa nada me quedo, y con toda ella me quedo también. Lárgate, joder, no quiero darte nada.

— ¿Me estás hablando en serio? Empiezas a joderme, eres un borde, tío, solo intentaba animarte, que te den.

Luego me largué. Y al salir del sitio, hacía mucho más frio aun, y el aire helado entraba por el orificio de mi cabeza, y por el pecho, y me congelaba por dentro.
Entonces pensé de nuevo en ella separándose de mi justo al final del camino, como cada tarde desde Agosto. Pensé en ella, tan elegante y fría, caminando digna sin mirar atrás y yo caminaba en dirección opuesta, como siempre, separándonos al final de la tarde. Al final del camino, y el tiempo se había parado, porque ya no había tacones de agujas, iba plana.

Entonces dejé de mirar, porque ella no miraba otra cosa que no fuese su teléfono móvil, a su futuro, a su inercia y a su dirección. Y yo comencé a caminar sin rumbo en dirección opuesta y mirando al suelo. Justo cuando había avanzado unos pasos, escuché un sonido parecido a pisadas detrás de mí y mi sangre se congeló y me ardían las extremidades, luego miré hacia atrás y solo eran unos cuantos niños que venían del parque.

Pensé en lo estupendo que habría sido verla acercarse hacia mí desde atrás, sin hablar, solo mirando como ella mira, pero eso no ocurrió, porque aquello no era una película.
No era una película, pero podría haber sido una canción.
Quizás una de sabina:

“Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.

lunes, 17 de febrero de 2014

El encanto de la imperfección



Estaba soñando que todo iba bien después de una resaca brutal. Por fin estaba soñando, había sido una noche realmente agotadora, como vivir sin ti. Como tratar de olvidarte. Como vivir contigo. Ni contigo ni sin ti, una puerta entreabierta.
 
Soñaba que me despertaba suavemente en una habitación totalmente oscura, solamente iluminada ahora por la débil luz azul pálido que despedía el radio-despertador, que estampaba un rectángulo luminoso sobre la pulcra pared que se encontraba al frente de la cama.
Podía ver entre la dulce penumbra toda la habitación al detalle, era una habitación decorada con un gusto exquisito, algo minimalista, pulcramente ordenada y transmitía toda la paz que me ofrece el buen gusto, tenía partes de ti por todos lados. Una habitación exquisita, ordenada, porque me gustan las cosas ordenadas, sencillas, caras y sofisticadas.
Me gusta la paz que me brinda el orden, porque lo considero algo esencial, y allí, todo estaba ordenado exceptuando que tú ahora dormías a mi lado en lugar de estar cabalgándome, brincando sobre mí.

Me giré un segundo mientras la radio vomitaba a modo de alarma a los hermanos Gallagher, Liam nos contaba que hoy sería el día de todos los días, ese en el que caminaríamos al compás de nuestra melodía favorita, y te sentí, sentí el roce de tu cuerpo, estabas allí y resucité y al oírte respirar y me sincronicé con tu ritmo vital. Me giré un segundo a mirarte y no pude evitar sonreír, como sonríe un viejo lobo de mar al contemplar la tormenta perfecta, esa que le ha de devorar.
 
Creo que era una mañana de domingo. Era agradable despertar una mañana de domingo en nuestra casa de vacaciones, esa lujosa y extremadamente bien ordenada, decorada con todos esos objetos caros y de apariencia exquisita que habían pagado las letras que me dedicaba a ordenar, los traumas que vomitaba en el folio en blanco.
Y era agradable que tú estuvieras allí conmigo, a pesar de todo. A pesar de mí.
Podíamos asomarnos al balcón y contemplar la playa a solo unos metros de nosotros.
Podría despertarme sin hacer ruido, saludar a nuestros peludos, meterme en la ducha, preparar café y largarme luego a dar un paseo con ellos por la playa.
 
Podía hacer todo eso, y de hecho lo hacía, pero entonces empezamos a desvanecernos, y “Morning Glory” de Oasis sonaba cada vez más lejana, y a mí me invadía el pánico, como cuando pienso en perderte.
 
Todo desaparecía, absolutamente todo, dejando paso primero a la oscuridad y luego a mi visión resacosa.

Luego comencé a oír esa voz de chica algo rasgada que tan familiar me resultaba.

—¡Mmm-i-ckkkk-y, a ccco-mmer!

— ¡Ey!, ¿Qué haces aquí, preciosa? –le susurré a aquella figura que me gritaba simpática a solo unos centímetros de mi cara.

— ¡Vennnga, a-a c-c-comer!

—Vale, vale, ahora mismo voy.

Se quedó en silencio como si no le gustase mi respuesta, como esperando a que le soltase la respuesta adecuada, esa que quería oír. Yo le sostuve la mirada.

— ¡Gg-uapo! —Me estampó un beso en toda la cara y me desperté un poco más con la lluvia de babas que me arrojó—, ¡Te quiero!

—Yo también te quiero, enana, y…—comencé a abalanzarme lentamente hacia ella a medida que me incorporaba—, ya sé lo que voy a comer…

— ¡Haay, paca-paca-paca-loones yyy c-c-c-con tomate!

—No —la corregí—, prefiero comerme a la niña preciosa que acaba de venir a despertarme. ¡Voy a comérmela cruda! —me arrojé sobre ella y la lancé a la cama. Reímos.

Por unos instantes me olvidé de ti. Me olvidé de que era Navidad y de que anoche me habían traído a casa y me habían duchado. Y me acordé de que a pesar de ello, seguía sintiéndome igual de sucio, triste, perdido y abandonado. Me olvidé unos instantes del sueño, de todo lo que no podría tener, y simplemente fingí devorar a esa pequeña que me había soltado con toda la sinceridad que le brindaba su deficiencia, aquello que nunca conseguí creerme del todo cuando salía de tu boca.

Me dolía mucho la cabeza, así que tras jugar un poco con ella, me metí en el baño a refrescarme, y a que no me vieran llorar, porque yo no lloro. Y lloré por ella, y por ti, y por mí. Lloré por los tres.

Luego no pude evitar ponerme a pensar en la fragilidad del destino y en la inocente crueldad del azar, así que mientras me duchaba de nuevo, me puse a recordar cómo había llegado aquella niña especial a mi vida.

Caminaba de camino a casa después de haberme pasado toda la mañana por ahí, faltando a clase. Primero había estado soñando despierto con mi mejor amigo en el puerto, fumando y hablando de todas esas cosas que nos quedaban por hacer.
A la hora de la salida me acerqué a la puerta del instituto para  recoger a Diana, mi chica. Éramos solo unos niños, sobre todo ella, y nos besamos, abrazamos —ella con amor, yo con ganas de follármela— y fuimos a dar un paseo.
 
Mientras paseábamos por la avenida comenzamos a escuchar un alboroto enorme, y pudimos ver como se acercaba ocupando el centro de la calle una especie de cabalgata, un estrépito gigantesco formado por cientos de chavales que exigían ruidosamente frente al ayuntamiento, una tercera república, igualdad para los gays y lesbianas y hasta para los jodidos extraterrestres. A mí no me importaba una mierda.
Justo cuando pasábamos por al lado y mientras tu vomitabas cien mil millones de estereotipadas frases sobre lo estupendo que era eso de no ducharse y tener piojos y en definitiva, ser un hippy de mierda, yo solo pensaba que deseaba que mi vida fuera un Mc Donalds, comida basura sí, pero rápida.

Desde una de las “carrozas”, una chica con pelado de chico y botas de soldado de las “SS”, arrojaba a los peatones condones gratis con algún lema estúpido, me apresuré a coger tantos como pude. Diana sonreía, podía ver la admiración en sus ojos adolescentes. Ella soñaba con un tipo como yo, me idealizaba, no sabía que creceríamos y desearía miles de cosas que un tipo desequilibrado e incómodo nunca podría darle.
Fue bueno para mí que no lo supiera, porque regresé con el alijo en mis bolsillos y le comenté lo maravilloso que era el “Ché”, a cuantos fascistas mataría si pudiera y cuatro gilipolleces así.
 
Veinte minutos después ella gemía en la entre planta de su piso, allí en su portal, en las escaleras, me la follaba salvaje mientras ella ahogaba sus gritos apoyada contra la pared y yo pensaba en lo feliz que me hacía consumir un condón gratuito de aquellos “perro-flautas” a los que tanto despreciaba. De aquellos enormes hipócritas niños de papá, de aquellos tarados mentales y emocionales con una necesidad imperiosa de llamar la atención.

La cuestión es que al medio día, yo regresaba caminando tranquilamente, fumando, con la polla algo irritada por la violencia del polvo de antes y con mucha hambre, de camino a casa de mis abuelos.
 
Al llegar, mi tía estaba en la mesa con algunos de mis primos.

—Micky, ¿Dónde estabas? —Dijo a modo de saludo—.

—En clase, ¿pasa algo?

—Tu tía, se ha puesto de parto esta mañana. Está en el hospital.

—Vaya, eso está bien —dije tratando de parecer un ser humano normal—. ¿Todo bien, no?

—Bueno. La niña….

— ¿Qué ha pasado, joder? —Me exalté—, ¿están bien?

—Tiene “el síndrome”.

— ¿Qué síndrome? —pregunté desconcertado—.

—Que la niña es síndrome —dijo apenada—, tiene el síndrome de Down.

No tenía ni puta idea de qué cojones era aquello. Podía recitar a Boudelaire en su lengua original. Podía citar a Hemingway, Dostoievski, Herman Hesse o a Bukowski, pero no tenía ni idea de qué era aquello. No al menos por ese nombre.
 
Había un silencio brutal en la casa y casi nadie levantaba la cabeza del plato. No fui consciente ni aún después de que me explicaron todo lo de la trisomía del gen y toda esa basura, de lo que aquello implicaba, así que comí lo más rápido que pude y me largué a beber y fumar con mi mejor amigo y mi chica al parque.
 
Luego te conocí, pequeño diablillo, y estabas genial, como lo estás ahora mientras escribo estas líneas, a pesar de que al recordar todo esto me emocione. A pesar de saber lo mierda que es todo cuando tienes los cromosomas a punto, al imaginar cómo de mierda podría ser para ti, con tu distribución especial.
Me habría encantado poder pensar: “No te preocupes, pequeña. Yo me voy a ocupar de que todo vaya bien. Yo voy a salvarte”, pero la realidad era que no podía salvarme ni a mí mismo, así que lo sustituí por un “yo voy a quererte, y punto”.

Y no sé qué  cojones hago yo ahora pensando en todo esto, supongo que lo que trato de decir es que no hace falta que todo sea jodidamente perfecto, o más bien, que no hay un perfecto generalizado, que todo es muy relativo.
Que con tu imperfección, esa mañana en la que la noche anterior gritaba: “Me quiero morir, voy a acabar con esto. Es que la quiero muchísimo. No aguanto más”, mientras mi mejor amigo me arrastraba a casa a través de la madrugada, para meterme en la ducha y luego en la cama,  conseguiste que sonriera y me sintiese bien, aunque fuera un rato.

A veces no tienes por qué ser todo perfecto. No en el sentido de perfecto que implica sin ningún tipo de obstáculo. A veces solo hay que hacerlo perfecto, sentirlo perfecto.
 
Como tú sonríes, pequeña: Perfecto. Como tú respiras: Perfecto.

Como yo sangro cuando ella duda.

Como el hecho de poder abrazarla bien fuerte.

Como seguir sin perder el paso en esta danza macabra.

Como nuestro desequilibrio.

Como que a día de hoy, las dos forméis parte de mi vida.

Como lo que soy, el hijo de puta con más suerte del mundo entero.



¿Desorden?, ¿trisomia?, ¿dudas?, ¿broncas?, ¿lágrimas?, ¿huídas?




PERFECTO.