miércoles, 29 de enero de 2014

Ojos de mar

Casi no me acuerdo de ti. Creo que hacía unos catorce o quince años que no pensaba en ti puede que incluso más, así que me ha costado reconocerte cuando nos hemos encontrado esta mañana. Me ha costado reconocerte en la distancia, y no ha sido hasta que me he acercado con curiosidad a la chica del bombo que agitaba el brazo y me nombraba sutilmente, con dulzura, que he podido reconocerte, Sandra.
Seguías teniendo el mar en tus ojos y la palidez de un cielo otoñal en tu rostro, y no he podido evitar preguntarme si aún conservarías el infierno entre tus piernas sí, yo estuve allí (también).

Debo confesarte, que mientras estaba allí, justo en frente de ti, en medio de esa calle en medio de esa ciudad, en medio de ese planeta, en medio de mis pensamientos, en medio de tus labios menores, no podía parar de preguntarme qué cantidad de cosas terribles habían tenido que contemplar aquellos preciosos ojos azules que una vez, hace diecisiete años derramaron lágrimas desconsoladamente sobre mis tímidos hombros, en el desván de tu casa de la sierra.
Te he visto feliz, no parabas de sonreír como una jodida estúpida mientras hablábamos. Acompañabas cada frase vacía de una sonrisa de mierda, una sonrisa realmente triste, ha sido como ver llorar a un payaso. Ojalá te hubieras puesto a llorar de nuevo sobre mis hombros, porque me habría puesto menos triste que contemplando semejante espectáculo; unos preciosos ojos que deberían contener un mar tempestuoso, apagados, templados, como un jodido lago con sus aguas en calma, ideal para que floten en él las mentiras.

No pretendía ofenderte, así que asentí, te miré las enormes tetas que te ha regalado ese embarazo, y  fingí creer todo lo que me decías, pero no sonreí. No sonreí, y lo sabes, sabes que no puedo hacerlo. Y sabes que no puedo sonreír si no soy feliz y soy de todo, menos feliz, mi chica no me cree/quiere/aguanta/susurra/folla en absoluto, así que me viste NO SONREÍR y comprendiste.

Por ese motivo porque me sigues conociendo—, no me preguntaste qué tal me va, te limitaste a vomitar aquello que habías oído de mí en los últimos tiempos: "Vaya, tenía razón Leticia, te has convertido en un hombre realmente atractivo. Pero qué guapo estás", "Me han contado que te dedicas a escribir, aunque Leticia dice que casi todo lo que escribes es obsceno y violento, y la verdad es que no podía creérmelo, siempre has sido un chico muy elegante, aunque bastante infiel". No te lo he dicho antes, pero siempre pensé que Leticia se operaría al cumplir los dieciocho y pasaría a llamarse Joaquín, y tampoco te he dicho que no sé cómo cojones sabe tanto ella de mí, cuando hace casi dieciocho años que no sé nada de ella. Y creo que aún así ha sido bastante benevolente en sus críticas a mis textos teniendo en cuenta que es la única de vosotras a la que no me follé durante la adolescencia, ni dejé que al menos me la chupara en la sala de teoría de Educación física—.

Me has preguntado si te dejaría leer alguno de mis textos alguna vez y te he apuntado la dirección de mi blog en un ticket de la zona azúl si me temblaba el pulso, fue porque estaba conteniendo las lágrimas, por verte de esa manera y no querer recordarte así, ni follándote a los dieciséis. Y también quería llorar porque estaba asustado preguntándome si yo también me habría apagado, o si me voy a apagar—, me has preguntado si tenía Whatsapp y te he contestado "escribo mis textos en una vieja olivetti, como la que había en tu casa de la sierra, en aquella mesita del salón, ahogada en polvo". Nos hemos reído. Después mi teléfono ha sonado y tu rostro ya no parecía tan divertido. Lo siento, pero no podría follarte ahora, ando enamorado y no, no es de mí mismo, pero no he querido contártelo porque no lo entenderías y porque no quería ponerte más triste aún, porque la última vez que conociste el amor, fue hace años, cuando tras convencerme de que te siguiera al desván, para ver el fantasma de tu abuelo, en medio de la oscuridad, con nuestros dedos entrelazados, sintiendo un escalofrío en todo el cuerpo, más por el roce de nuestros cuerpos tristes, solitarios y maltratados, que por miedo, nos abrazamos con fuerza en medio de aquél oscuro rincón. En medio del cosmos. En medio del cielo, o el infierno. Y tus lágrimas comenzaron a rodar por tus mejillas mojándome, primero la cara, y luego resbalando por mi cuello.
Te besé en en la mejilla aún no conocía otra forma de hacerlo—, y permanecimos abrazados en la oscuridad, deteniendo el tiempo, el fantasma de tu abuelo, tu y yo. Creo que se detuvo el tiempo. Es más, hoy estoy seguro de ello.

No he querido sacarte el tema. No he querido hablar demasiado contigo, ni desnudarme de ninguna de las maneras, te he dejado hablar, y siento decirte que me ha deprimido muchísimo ver lo lejos que se ha quedado la chica callada y dulce y pálida con ojos de mar.
Tenía la esperanza de que volviera en algún momento para tomar de nuevo el control en nuestro reencuentro adolescente, eras una auténtica zorra con la cabeza hueca—, pero no ha sido así.

Últimamente, casi nada es como yo espero, también estoy triste por eso, y por los perros perdidos, y los besos perdidos y el inconsciente deambular de tanta basura a nuestro alrededor.
Siempre soñé con repetir lo del desván, creo que nadie me había necesitado nunca tanto, y me gustó.

No te he preguntado sobre tu protuberancia abdominal, ni he hecho ningún comentario sobre lo obsceno y bizarro de tu cara aniñada pegada a modo de collage en un cuerpo de stripper-bulímica catadora de semen. Creo que un día te quise, no tenía a nadie a quien querer. Y tú tampoco.
No te tomes a mal este texto si algún día lo lees si es que aún conservas esa habilidad—, o si Leticia te va con el cuento.

Yo estuve ahí para abrazarte, ojos de mar.

Yo me fundí contigo en la oscuridad, y absorbí tu tristeza.

yo contemplé el fantasma de tu abuelo que no era más que el reflejo de tu padrastro colándose en tu habitación cada noche para dejar en tu boca el sabor del mar, y marcar en tu piel los surcos del miedo.

Yo estuve ahí ojos de mar. De algún modo te quise. Y luego te follé años más tarde sin amor—, yo, porque no lo conocía, y tú, porque no creías merecerlo.

Cuando nos hemos despedido y he dejado en el aire tu oferta para quedar algún otro día y tomar un café, no he podido evitar decirte sin palabras "Ojalá todo te vaya bien, con tu bebé, que seguramente traerá a este mundo otro par de preciosos ojos marinos. Sabes que te he querido, y que en aquél desván siguen abrazados dos niños asustados, uno llorando por dentro y otro por fuera".


Sabes que te he querido, y si no, a mi me gusta creerlo así.


Hasta la vista te he susurrado sin parar de mirar tus ojos, sintiendo cómo mi voz se perdía entre el oleaje, en el mar de tus ojos.

Hasta la vista, ojos de mar. Hasta la vista. 


 Fare thee well 

martes, 28 de enero de 2014

Escarcha



Probamos el equilibrio térmico,
te presté un poco de este fuego
y tú, me permitías ocultarme un rato de mis demonios,
perderme en tu helada geografía.

Dos cuerpos en contacto,
A diferente temperatura, conectando.

Yo masticaba tu escarcha con dentelladas de auxilio
Y tú acelerabas los relojes para sacarme de quicio,
Apagabas el incendio con gasolina,
se calcinaban los márgenes de lo correcto.

Convertimos lo pagano en sagrado,
Lo trivial en urgente.
Extirpamos en secreto palabras selladas,
Que mantenían a salvo el engranaje que hacía girar el mundo.

Recorrimos Kilómetros a ciegas,
En autopistas invisibles que rodeaban tus cavidades
Perdiéndonos para encontrarnos,
Y separándonos (separándonos de todo, justo en medio de la gente)
Para descubrir que los pactos más duraderos
No entienden de declaraciones (y si esto lo es, es una declaración post-mortem)
Que las etiquetas y los deberes no unen,
Separan.

Quisimos probar el equilibrio,
Pero el equilibrio es imposible (pregunta a Ferreiro)
Y cuando sales de debajo de las mantas
Para no volver jamás,
El equilibrio es desequilibrio
El orden es desorden
Los esquemas se rompen
Y yo me marcho helado a casa, con tu frío en mis huesos,
Las manos echándote de menos y la garganta atravesada
por los cuchillos inclementes, retenidos,
por el grito silencioso que ahogo por orgullo
y por tí.
y por mí.
Y por salvar el universo a cualquier precio,
incluso sacrificándo-me/te/nos

Con solo el recuerdo de tu TODO,
Con todo el peso sobre mis hombros de esta asfixiante NADA.

Probamos el equilibrio térmico.
Lo probamos, pequeña niña rara.

lunes, 20 de enero de 2014

Tic, Tac



Nunca me han gustado los funerales. Nunca me han gustado los funerales como tampoco me ha gustado nunca ningún otro tipo de evento social al que haya que asistir casi a la fuerza por tradición u obligación.
No me asustan los cementerios, ni los cadáveres. Si hubiera algo en los funerales que de verdad me aterrorizase, eso sería el concepto de la muerte en sí, me horroriza pensar que un día dejaré de existir –debo haber desarrollado alguna variedad de síndrome de Estocolmo hacia este infierno al que llaman vida–, que desaparecerá mi consciencia y todo será oscuridad y no pensar, no oír, no ver.

Aún así, el motivo por el que no me gustan los funerales –obviando la pérdida de una persona conocida y se supone que apreciada–, es que son un verdadero coñazo, son la máxima representación de la obligación absurda. Hay decenas o cientos de personas revoloteando alrededor del finado, de ellas solo una o dos decenas apreciaban y conocían realmente al difunto y de esas diez o veinte personas, solo una o dos desea estar realmente allí junto a ese cuerpo inerte, el resto, solo cumple con su deber.

Deber. Deber. Deber. Deber.
El deber de cumplir con sus conciencias. “No me apetece estar aquí, joder. Ni siquiera me caen bien la mitad de los tipos que deambulan por este lugar y se hacen llamar mi familia. Me caen tan bien que tiene que morir alguien para que les mire el careto, les dé un beso o abrazo e intercambiamos vacíos lamentos. Bastante jodido es ya perder a alguien que te importa para encima venir aquí y seguir el jodido protocolo”.

Y entonces, 

¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?

A veces, sencillamente no hay respuesta a esa pregunta. A veces simplemente obedecemos a un movimiento generado por inercia. Normalmente ni siquiera puedo preguntarme eso antes de haber cometido ya la locura, la traición, el crimen.

Mientras atravesaba la ciudad dormida a paso lento en un estado alterado de consciencia, no pude evitar pensar en funerales, en el final de una persona, de una etapa, de una vida –la del difunto–, y el cambio en la de todos los que asistimos en realidad. Nos ha cambiado los planes, a algunos los de ese día, y a otros los del resto de sus vidas.
Funerales, ciclos que se cierran y otros que comienzan, no hay que temer a esas cosas, no mientras te limites a asistir como doliente espectador. Finales y principios.
 
Yo caminaba a paso lento, hacía un frío terrible y las prostitutas agotaban el anticongelante bajo sus minifaldas y sus lágrimas se convertían en estalactitas.
Todos los gatos se habían ido a dormir. Todos los perros a suplicar frente a una puerta cerrada, algunos ladrando, otros arañando, otros mirando con ojos tristes, esperando a que algún generoso amo se dignase a dejarlos entrar para resguardarse del frío –no saben que existe un tipo de frío que no puede erradicarse bajo ningún techo, bajo ningún cielo, ni en mil vidas–. Yo solo observaba, observaba a las putas, imaginaba a los gatos, observaba a los perros. Solo observaba mientras me convertía en escarcha, en un flaco y alto muñeco de nieve –soy un error de Dios, la zanahoria la colocaron en mi entrepierna, 7º centígrados y yo arrastraba una erección–, un muñeco de nieve de mirada vacía. De nuevo esa pregunta:

¿Por qué lo hago?

No suelo pararme a preguntarmelo. Así que vuelvo a pensar en funerales, porque pensar en funerales es pensar en la chica en realidad –no, no estamos hablando de necrofilia–, es un lugar como cualquier otro para ser testigos de una realidad brutal: aún existen los relojes de bolsillo. Y es que según miraba, podía estar viendo un precioso reloj de bolsillo, no demasiado cargado –nada de diamantes empedrados ni oro reluciente–, o podía estar viendo a la chica de los colores extraños, una nota disonante en ese lugar –este no es tu lugar, lo sé. Al igual que tu sabes que este no es el mío–.
Podía ver un reloj de bolsillo y a la chica dentro, a modo de detalle. Sus piernas eran las agujas del reloj, la que marca la hora y la que marca los minutos, y no, no era coja. O sí, ¡qué cojones! De alguna forma la chica estaba coja. Estaba atrapada dentro del perímetro de la jodida esfera, se le quedaba pequeña, podía verlo en sus ojos. El segundero representaba su paciencia, sabía que tenía que salir de ahí.
Sus piernas giraban con las horas, minutos y segundos sin llegar jamás a salir de la esfera y nadie se daba cuenta de la angustia que esto le generaba. De la angustia que esto me generaba. Era un reloj precioso y la tristeza de sus ojos era bella. Era una chica preciosa con un precioso coño nostálgico, y a pesar de que me gustan las antigüedades, nunca soporté a los niños que encerraban mariposas y libélulas en frascos de mermelada hasta su muerte.
Y a pesar de que me gusta a veces mirar la hora, sentí un deseo irreprimible de correr hacia allí, romper con mis puños la esfera del reloj y gritarle a la chica: ¡Eres libre! ¡Siempre lo has sido! Y ella respondería: Tic, Tac. Tic, Tac. Y correría, correría muy lejos. Tic, Tac, Tic, Tac.
 
Con los puños sangrando y las manos llenas de cristales rotos le contaría que ese no es su lugar que sus agujas pueden llevarla tan lejos como desee. No importa que me esté desangrando, chica extraña, puedo verte caminar por París mientras todos nos rendimos a tu Tic, Tac. Puedo verte hurgando en viejas librerías en Viena, puedo verte inmortalizando todos aquellos paisajes hasta los que te arrastre tu infinito Tic, Tac.
Todos mirarían escandalizados “Ha perdido la cabeza del todo. No es su jodido reloj. No es el momento. No es el lugar apropiado. Pobre hombre, ha perdido la cabeza del todo.”
Con la esfera rota y la chica de pie justo en frente de mí, sin saber bien que decirnos –al menos con palabras–, y con mis brazos derramando sangre y sus piernas estáticas, deteniendo el tiempo, le pediría una tregua, le pediría un paréntesis.

–Llevas mucho tiempo marcando las horas minutos y segundos dentro de esa esfera y sé que tienes que largarte, pero llevo viendo al tiempo escaparse de mis  manos desde hace años y ahora solo me apetece llevarte a un lugar secreto, ocultarnos de la luz, perderme entre tus agujas, pincharme y pincharte, arrojarte contra el suelo y cubrirte de oscuridad, de mordiscos, de arañazos, arrancarte las bragas a bocados. ¿Qué me dices?

–Tic, Tac. Pero solo un rato –me dice ella–.

–No puede ser de otra forma. Sencillamente hay corrientes de aire imposibles de atrapar.
Sería estupendo poder hacerlo. Por eso lo hice. Por eso lo haré. Porque me gustan los colores extraños, contemplarlos, no atraparlos. Me gusta no saber dónde estarás o con quién o cuándo. Me gustan las sorpresas. Me gustan las felaciones improvisadas.

Funerales, principios y finales.
Gatos escondidos, putas tiritando, perros suplicando, y yo, yo iba cruzando la ciudad algo distinto. Congelado pero ardiendo. Con mi calor y su frío. Con mi locura y sus dudas. Con un poco de su color en mi gris.
Nos largaremos juntos, pero separados, tú con tu Tic, Tac y yo con mi deriva permanente y mi autodestrucción.
Y la ciudad en silencio y la suela de mis zapatos dejando una pregunta atenuada, resonando por las calles, perdiéndose en la noche:

¿Por qué lo hago?

Porque no sé hacer otra cosa. Porque el tiempo se escapa. Por los fuegos artificiales en mi entrepierna. Porque me gusta cambiarte el nombre constantemente. Porque no me gustan las etiquetas. Y porque, ¿Por qué no?
Porque sí.

¿Por qué lo haces tú?

Tic, Tac.

Tic, Tac.

Tic, Tac.

Ciclos que se cierran, ciclos que comienzan.

Funerales, principios y finales.

sábado, 11 de enero de 2014

Laura, Descartes y Trípode

Todas las canciones de amor, todos los poemas antes que ellas, todos los cantos de los juglares antes aún, todos relacionaron al corazón con los sentimientos.
Llevo años escribiendo canciones. Llevo años escribiendo textos, poemas, historias, apuntes. Llevo años desoyendo a Descartes. He tenido que vivirlo en mis propias carnes para saber de qué hablaba el jodido René. "Sustancia extensa y sustancia pensante".
El corazón no siente una mierda, es biología pura, fisiología, lo único que hace es cumplir su función como una pieza más del complejo conjunto de engranajes que es el cuerpo humano.

El puto corazón ha intentado asesinarme, ha intentado joderme. Yo llevaba un tiempo sintiendo que mi corazón sufría, o al menos así denominaba yo a ese sentimiento que me provocaba su ausencia, ese dolor sordo ante la inevitable certeza: Y además es imposible.
Ese maldito "es imposible" resuena en mi cabeza constantemente desde aquella fatídica mañana en la que me hice la absurda promesa de prescindir de O2 en mi vida, y pretender seguir respirando como si nada.
El maldito corazón ha intentado asesinarme, estaba totalmente fuera de control, pero mi ánimo permanecía impasible, no estaba asustado, quizás debería haberlo estado, pero, si no tienes nada, nada tienes que perder.

Aún así decidí acudir al hospital, dar una oportunidad más a este laberinto, a este desear para nunca obtener llamado vida. Una vez allí, mientras todos se susurraban alarmados, yo simplemente esperaba, esperaba que ocurriese lo que fuera sin importarme demasiado el qué y a Laura, una joven enfermera que tenía por ocupación enlazar mi cuerpo a un gran número de cables y mangueras, le llamó la atención este detalle y no puedo evitar hacer algún comentario al respecto:

Te veo tranquilo, sobre todo si tenemos en cuenta que tu corazón va revolucionado como nunca he visto ningún otro.


Eso parece contesté sin dejar de mirar al techo—.¿Voy a estar mucho rato aquí?


Bueno, según lo que diga el doctor, de momento tenemos que pasarte a observación y ponerte un tratamiento comenzó a retirarme cableado de los brazos y el pecho—. Por cierto, soy Laura.

Sentía una manada de caballos salvajes pisoteando con fuerza dentro de mi pecho. Me preguntaron si quería que avisaran a algún familiar o amigo, me negué rotundamente. No me apetecía ver a nadie.
A pesar de los brutales martillazos en el pecho me negué a subir a la maldita silla de ruedas que trajo Laura, y a ponerme la camiseta tenía calor, así que fui caminando a la sala de observación y me tumbé en la cama, me inyectaron alguna droga y me administraron una amarga pastilla, la cual me indicaron que me colocara debajo de la lengua, pero que yo mastiqué.

Después todos se marcharon y pensé "Bueno, nunca esperé morir rodeado de gente que se lamenta, al fin y al cabo odio a la gente". El corazón seguía agitado, estaba muy animado, como si tuviera algo que celebrar. Yo no tenía nada que celebrar, así que me puse a mirar al techo y a pensar en algo agradable. Fue así como me encontré pensando en la oscuridad de un cine, en sus manos rozando las mías, en su rostro iluminado por una luz tenue mirando con intensidad la gran pantalla. Yo prefería mirarla a ella, quería guardar momentos con ella para situaciones como esa en la que me encontraba, sabía que no podía largarme de este mundo con un pensamiento más agradable que ella.

Unos pasos interrumpieron mi tranquilidad (al menos mental, el cuerpo estaba reventando, iba a su rollo), era Laura, que volvía al box donde yo me encontraba sin ningún tipo de intención profesional, quería hablar.

¿Te encuentras mejor? Ya debes ir sintiéndote mejor por la medicación.

Supongo.

¿Estás seguro de que no quieres que llamemos a alguien? No se, algún familiar, o a tus amigos o...¿Quieres que llamemos a tu novia?

La intención de Laura era buena, a pesar de no ser muy sutil, era una chica con algunos buenos atributos: Era rubia, sobre 1,70 de altura, delgada, ojos azules y lo mejor de todo; era enfermera y podía curarte si un día de repente a tu corazón le daba por volverse loco.
Le aguanté la charla durante unos minutos. Me habló de tatuajes, de música y de libros (Las malditas 50 sombras) y la dejé quedarse allí un rato porque, a pesar de que mi mente estaba totalmente ocupada por el recuerdo de la dueña de mis depresiones, el hecho de que una chica como Laura estuviera allí ofreciéndome su sexo me parecía simplemente el curso natural de las cosas, así que la dejé quedarse un rato.

Después de darme su número de teléfono a propósito de proporcionarme información sobre un estudio de tatuajes bastante conocido de Granada (su ciudad), en alguna cita que aunque ella no lo sabe nunca vamos a tener, me quedé solo en el box.
Volví al cine. Volví al cine y de repente se rompió el encanto del dualismo Cartesiano, mi mente se empezó a preocupar por mi cuerpo. No me importaba morir, o eso creía, pero aquellas manos buscando las mías, aquella mirada, aquellas conversaciones.
De repente me invadió una tristeza brutal, me desconecté la monitorización, me levanté con el suero y comprobé que el resto de boxes estaban en silencio y me volví a la cama.
Comencé a sentir como a cada fotograma en el que ella aparecía, una tristeza brutal me invadía, sólo había un motivo por el que el hecho de morir me aterrorizaba: significaba perderla para siempre.
No verla nunca más, no oírla nunca más, ni una sola oportunidad más de contemplar a la pieza fundamental que hace girar mi mundo.
Dios sabe cuanto la echaba de menos en ese momento, deseaba tenerla en frente, que fuera mi última visión antes de desaparecer, no me conformaba con que fuera mi último pensamiento y estaba tentado de llamarla, pero no tenía derecho a hacer algo así, así que me tumbé, volví a mirar al techo, lloré sin hacer demasiado ruido, y caí en un sueño profundo.



Pude reconocer el paisaje al instante. Verano de 1998, la casa de veraneo de mis tíos, otro lugar al que enviarme para intentar borrar de mi mente las escenas de violencia doméstica que se habían grabado en mis retinas.
Allí estaban mis primos, unos niñatos ricos y malcriados, en el descampado que había justo en la zona de nuevas construcciones de la urbanización. También se encontraban los hijos de un importante doctor que habitaba la casa contigua a la de mis tíos.

!Eh primo, acércate! gritaba mi primo desde el lugar donde se encontraban reunidos con piedras en las manos—, trae unas piedras y ven con nosotros.

Me acerqué a donde se encontraban sin coger ninguna piedra, reían escandalosamente mientras lanzaban una piedra detrás de otra.
Cuando alcancé al grupo de niños, pude ver por encima de sus cabezas cual era la diana de sus proyectiles: un pequeño gato negro con solo tres piernas que no contaría con más de tres semanas de vida. El animal huía tambaleándose de la lluvia de piedras, pero aún así alguna le acertaba y saltaba, aullaba y caía de costado.

No te quedes mirando me dijo el hijo del médico, lanza una maldita piedra a ese monstruo, mira cómo huye, ¡Es tronchante!

Sentí que quería llorar. Apretaba los puños y me mordía el labio inferior.

Tío, ¿qué le pasa al raro de tu primo? insistió—, ¡Coge una piedra, marica!  

Da igual, tío dijo mi primo mayor—, él se lo pierde.

No pude soportarlo, acababan de darle de lleno y el pobre gato se empezó a arrastrar de una forma bizarra. Me acerqué al gordo rubito con cara de cerdo, hijo de un importante médico y de un manotazo le quité la piedra que pensaba lanzar de sus gordas manos.
Me miró un segundo, un solo segundo y al instante, con su mano abierta y sus dedos como salchichas extendidos me cruzó la cara. Nunca fui un chico violento y aquello hizo que instantáneamente me pusiese a llorar. 
Mientras lloraba le llamaba hijo de puta, los llamé a todos hijos de puta y me di la vuelta, dirección a casa de mis tíos. De repente, sentí una mano que tiraba de mi camiseta, luego un rodillazo en la espalda, un puño cerrado me golpeó la cabeza.

¿Vas a llamar puta a mi madre encima de que te recoge aquí, gastas nuestra comida, nuestro agua y te da un sitio donde estar porque tus padres no se pueden ni ver? me gritaba con ira mi primo, ¡Retiraló!

Lo retiré mientras yacía tendido en el suelo, llorando, asustado. Luego cogieron sus bicicletas y se largaron de allí. El gordo me lanzó una piedra desde su bicicleta antes de marcharse.

Cuando recobré las fuerzas me levanté. Caminé lentamente hacia el descampado, pero el pequeño gato ya no estaba allí. El resto del verano fue terrible.
Alguna noche me crucé al gato por la urbanización y corría a casa de mis tíos para coger salchichas del frigorífico sin que se dieran cuenta y llevárselas a Trípode así es como decidí llamarle—.




Volví a despertar en la cama de observación, tenía lágrimas en la cara y un silencio espeso envolvía el lugar. La fiesta de Drum ´n´Bass que anteriormente se estaba celebrando dentro de mi pecho había cesado.
Recordaba claramente lo que había soñado, y un pensamiento se apoderó de mi: Soy como trípode.
Desde el momento en que la perdí, siento que me falta algo imprescindible para caminar a gusto por la vida. Soy el jodido trípode.

Ahora lo veo claro, desde el momento en que supe de tu existencia, desde el momento en que rocé tus manos, besé tus labios, crucé mi mirada con la tuya, cada día, cuando llega el final de nuestro encuentro y nuestros caminos se separan yo me convierto en trípode.
Cada paso que me aleja de ti en esa esquina al final de cada día, me convierte de nuevo en aquel pequeño gato desvalido que arrastra su existencia de esa manera tan trágica, y tengo que buscar la manera de sobrevivir así, día tras días, hasta el momento en el que vuelvo a vislumbrar tu silueta en la oscuridad del lugar de nuestro encuentro. 
De tu altar.
Tu silueta, mi milagro.

No se lo lejos que puedo llegar a huir con solo tres patas. No se cómo le habrá ido a trípode. ¿Podría llegar a acostumbrarme a vivir siempre de esa manera, amputado? Porque es así como me siento cada minuto que paso sin ella. 

Yo estuve ahí, pensé que iba a morir y solo pensé: Por favor, Milo, espero que estés bien, continúa viviendo sin mí, estoy seguro de que te cuidarán bien. Y pensé: Mereció la pena, mereces la pena, y si pudiera pedir un último deseo, sería verte por última vez, tu sonrisa me haría marchar libre. Ha sido una experiencia reveladora.



El corazón no dijo ni "mu", solo bailaba.

Mi mente me contó lo que ya sabía: Su locura es mi alimento.



Buenas noches, he resucitado.

       

jueves, 9 de enero de 2014

No hay en el mundo.

No hay en el mundo cura para este dolor, el de encontrarme al encontrate, para perderme de nuevo al perderte. Devuélveme. Devuélveme o llévame para siempre contigo.

A veces, cualquier cosa es mucho pedir. A veces, no hay precio que pagar, no hay trato. Sencillamente no hay trato, y el mundo sigue girando, chirriando, malévolo, estridente.
El mundo continúa mientras arroja sin compasíon un montón de Nada a mi alma.
El mundo continúa girando y cuando por fin consigo ignorarlo y quedarme dormido, se cuela por mi ventana y me escribe en la frente "INSATISFACCIÓN" con la sangre del cadáver del que un día fui según tú.

Sangre del cadáver del hombre que una vez consiguió colarse en ese corazón blindado.
Sangre de la misma herida, nuestra herida compartida; míralo, parece que está dormido, se cortó. Se cortó con los pedazos de un sueño roto en mil pedazos.

 Y es que después de la resignación, dejé de sentirme Diablo de mis virtudes para proclamarme y aceptarme como Dios de mis vicios.

Ella, dueña de los destellos que resplandecen en mi oscuro lienzo.
Ella, tú. Ya sabes quién. 



Y a continuación algo que me ha recordado mi maldita suerte, la de querer para mí lo único que no sé cómo tener. Lo que es imposible poseer. Lo desconcertante. Lo excepcional. Ella, su resplandor y el mar.
Algo que me recuerda lo que odio mi vida. Renunciaría a todo lo que proclamáis glorioso de mi vida, por saber cómo hacerlo. Tu ya sabes qué.


*"-Bebes mucho, escribes poco y solo haces ejercicio en la cama. Amas a las mujeres, pero te odias a ti,  así que a cualquier mujer que le gustes, la consideras una tonta. Y como esa mujer puede ser casi cualquiera, esta te dice adiós."

*Californication.