lunes, 20 de enero de 2014

Tic, Tac



Nunca me han gustado los funerales. Nunca me han gustado los funerales como tampoco me ha gustado nunca ningún otro tipo de evento social al que haya que asistir casi a la fuerza por tradición u obligación.
No me asustan los cementerios, ni los cadáveres. Si hubiera algo en los funerales que de verdad me aterrorizase, eso sería el concepto de la muerte en sí, me horroriza pensar que un día dejaré de existir –debo haber desarrollado alguna variedad de síndrome de Estocolmo hacia este infierno al que llaman vida–, que desaparecerá mi consciencia y todo será oscuridad y no pensar, no oír, no ver.

Aún así, el motivo por el que no me gustan los funerales –obviando la pérdida de una persona conocida y se supone que apreciada–, es que son un verdadero coñazo, son la máxima representación de la obligación absurda. Hay decenas o cientos de personas revoloteando alrededor del finado, de ellas solo una o dos decenas apreciaban y conocían realmente al difunto y de esas diez o veinte personas, solo una o dos desea estar realmente allí junto a ese cuerpo inerte, el resto, solo cumple con su deber.

Deber. Deber. Deber. Deber.
El deber de cumplir con sus conciencias. “No me apetece estar aquí, joder. Ni siquiera me caen bien la mitad de los tipos que deambulan por este lugar y se hacen llamar mi familia. Me caen tan bien que tiene que morir alguien para que les mire el careto, les dé un beso o abrazo e intercambiamos vacíos lamentos. Bastante jodido es ya perder a alguien que te importa para encima venir aquí y seguir el jodido protocolo”.

Y entonces, 

¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?
 
¿Por qué lo hago?

A veces, sencillamente no hay respuesta a esa pregunta. A veces simplemente obedecemos a un movimiento generado por inercia. Normalmente ni siquiera puedo preguntarme eso antes de haber cometido ya la locura, la traición, el crimen.

Mientras atravesaba la ciudad dormida a paso lento en un estado alterado de consciencia, no pude evitar pensar en funerales, en el final de una persona, de una etapa, de una vida –la del difunto–, y el cambio en la de todos los que asistimos en realidad. Nos ha cambiado los planes, a algunos los de ese día, y a otros los del resto de sus vidas.
Funerales, ciclos que se cierran y otros que comienzan, no hay que temer a esas cosas, no mientras te limites a asistir como doliente espectador. Finales y principios.
 
Yo caminaba a paso lento, hacía un frío terrible y las prostitutas agotaban el anticongelante bajo sus minifaldas y sus lágrimas se convertían en estalactitas.
Todos los gatos se habían ido a dormir. Todos los perros a suplicar frente a una puerta cerrada, algunos ladrando, otros arañando, otros mirando con ojos tristes, esperando a que algún generoso amo se dignase a dejarlos entrar para resguardarse del frío –no saben que existe un tipo de frío que no puede erradicarse bajo ningún techo, bajo ningún cielo, ni en mil vidas–. Yo solo observaba, observaba a las putas, imaginaba a los gatos, observaba a los perros. Solo observaba mientras me convertía en escarcha, en un flaco y alto muñeco de nieve –soy un error de Dios, la zanahoria la colocaron en mi entrepierna, 7º centígrados y yo arrastraba una erección–, un muñeco de nieve de mirada vacía. De nuevo esa pregunta:

¿Por qué lo hago?

No suelo pararme a preguntarmelo. Así que vuelvo a pensar en funerales, porque pensar en funerales es pensar en la chica en realidad –no, no estamos hablando de necrofilia–, es un lugar como cualquier otro para ser testigos de una realidad brutal: aún existen los relojes de bolsillo. Y es que según miraba, podía estar viendo un precioso reloj de bolsillo, no demasiado cargado –nada de diamantes empedrados ni oro reluciente–, o podía estar viendo a la chica de los colores extraños, una nota disonante en ese lugar –este no es tu lugar, lo sé. Al igual que tu sabes que este no es el mío–.
Podía ver un reloj de bolsillo y a la chica dentro, a modo de detalle. Sus piernas eran las agujas del reloj, la que marca la hora y la que marca los minutos, y no, no era coja. O sí, ¡qué cojones! De alguna forma la chica estaba coja. Estaba atrapada dentro del perímetro de la jodida esfera, se le quedaba pequeña, podía verlo en sus ojos. El segundero representaba su paciencia, sabía que tenía que salir de ahí.
Sus piernas giraban con las horas, minutos y segundos sin llegar jamás a salir de la esfera y nadie se daba cuenta de la angustia que esto le generaba. De la angustia que esto me generaba. Era un reloj precioso y la tristeza de sus ojos era bella. Era una chica preciosa con un precioso coño nostálgico, y a pesar de que me gustan las antigüedades, nunca soporté a los niños que encerraban mariposas y libélulas en frascos de mermelada hasta su muerte.
Y a pesar de que me gusta a veces mirar la hora, sentí un deseo irreprimible de correr hacia allí, romper con mis puños la esfera del reloj y gritarle a la chica: ¡Eres libre! ¡Siempre lo has sido! Y ella respondería: Tic, Tac. Tic, Tac. Y correría, correría muy lejos. Tic, Tac, Tic, Tac.
 
Con los puños sangrando y las manos llenas de cristales rotos le contaría que ese no es su lugar que sus agujas pueden llevarla tan lejos como desee. No importa que me esté desangrando, chica extraña, puedo verte caminar por París mientras todos nos rendimos a tu Tic, Tac. Puedo verte hurgando en viejas librerías en Viena, puedo verte inmortalizando todos aquellos paisajes hasta los que te arrastre tu infinito Tic, Tac.
Todos mirarían escandalizados “Ha perdido la cabeza del todo. No es su jodido reloj. No es el momento. No es el lugar apropiado. Pobre hombre, ha perdido la cabeza del todo.”
Con la esfera rota y la chica de pie justo en frente de mí, sin saber bien que decirnos –al menos con palabras–, y con mis brazos derramando sangre y sus piernas estáticas, deteniendo el tiempo, le pediría una tregua, le pediría un paréntesis.

–Llevas mucho tiempo marcando las horas minutos y segundos dentro de esa esfera y sé que tienes que largarte, pero llevo viendo al tiempo escaparse de mis  manos desde hace años y ahora solo me apetece llevarte a un lugar secreto, ocultarnos de la luz, perderme entre tus agujas, pincharme y pincharte, arrojarte contra el suelo y cubrirte de oscuridad, de mordiscos, de arañazos, arrancarte las bragas a bocados. ¿Qué me dices?

–Tic, Tac. Pero solo un rato –me dice ella–.

–No puede ser de otra forma. Sencillamente hay corrientes de aire imposibles de atrapar.
Sería estupendo poder hacerlo. Por eso lo hice. Por eso lo haré. Porque me gustan los colores extraños, contemplarlos, no atraparlos. Me gusta no saber dónde estarás o con quién o cuándo. Me gustan las sorpresas. Me gustan las felaciones improvisadas.

Funerales, principios y finales.
Gatos escondidos, putas tiritando, perros suplicando, y yo, yo iba cruzando la ciudad algo distinto. Congelado pero ardiendo. Con mi calor y su frío. Con mi locura y sus dudas. Con un poco de su color en mi gris.
Nos largaremos juntos, pero separados, tú con tu Tic, Tac y yo con mi deriva permanente y mi autodestrucción.
Y la ciudad en silencio y la suela de mis zapatos dejando una pregunta atenuada, resonando por las calles, perdiéndose en la noche:

¿Por qué lo hago?

Porque no sé hacer otra cosa. Porque el tiempo se escapa. Por los fuegos artificiales en mi entrepierna. Porque me gusta cambiarte el nombre constantemente. Porque no me gustan las etiquetas. Y porque, ¿Por qué no?
Porque sí.

¿Por qué lo haces tú?

Tic, Tac.

Tic, Tac.

Tic, Tac.

Ciclos que se cierran, ciclos que comienzan.

Funerales, principios y finales.

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