lunes, 22 de diciembre de 2014

Acerca de la suerte

Trataba de escribirte un mensaje. Quería contarte algunas cosas acerca de la suerte, porque estoy seguro de que oirás hablar de ella en multitud de ocasiones. Oirás culpar a la suerte. Oirás bendecir a la suerte. Unos la maldicen, otras la convierten en red mientras realizan sus peripecias de funambulistas, y otros —y esto son los que más he aprendido a odiar con el tiempo—, hacen de lo que llaman "suerte", una gran excusa.

La suerte es un tema muy recurrente, es algo muy socorrido, pero si hoy he decidido enfrentarme al folio en blanco —y no, no soy de esos. Jamás atribuiría la súbita desaparición de mi talento (si es que algún día lo hubo), a la suerte—, es para explicarte algunas cosas que probabemente nadie se molestará en explicarte. En lugar de eso, me temo que recibirás multiples interpretaciones que bailarán en los labios de tu interlocutor al son de quien más le convenga, esto es así, mala suerte (JÁ). La cuestión es que oigas lo que oigas —y no pierdes nada por pararte a escuchar. De verdad, trata de no cerrarte nunca a ninguna posibilidad, no pierdes nada por escuchar y el mundo está lleno de historias que te quitan el aliento. Trata de encontrar siempre un momento para escuchar—, solo quería arrancar este desastroso ensayo con algo que quiero que tengas claro: Suerte eres tú, mi suerte. Suerte es ella. Suerte somos los cinco. Suerte que somos fuertes.

Me gustaría advertirte de muchas cosas, pero como el tema que nos ocupa es la suerte, comenzaré aclarándote que basándome en mi experiencia — y necesitarás unos cuantos años para entender esto. Unas cuantas hostias. Unas cuantas cicatrices abiertas y cerradas y en varias ocasiones, lamidas y mordidas, curadas y envenenadas—, suerte y azar son dos conceptos diferentes.
Quizás la RAE diga lo contrario, y tus profesores. Quizás tengan razón, pero sólo en negro sobre blanco. Solo en teoría. Déjame decirte que si te ciñes a la teoría, estás jodido —No te preocupes, es parte necesaria del proceso. Te aferras a la teoría como si fuese el Santo Grial, la teoría es una verdad absoluta hasta que la vida te demuestra lo contrario jodiéndote absolutamente enterito. Parte del proceso.

Hablan del azar en estadística. El azar es frío, es un término al que muchos delegarán su hastío, te mostrarán que puede llegar a ser un compañero fiel. Algunos tratarán de hacerte creer en el trío perfecto: el azar la autocomplacencia y tú. El camino más corto a ninguna parte.
"No lo hagas" —oirás—. "¿No recuerdas que ***** lo intentó?". "Está demostrado que...".
Mi consejo: intentalo —es muy probable que no lo consigas. Es más, seguramente des de bruces contra el suelo y quedes tan magullado que no quieras levantarte. Pero a veces necesitas ver de cerca el suelo. Puede que sientas terror, dolor, frustración. Puede que sientas un deseo profundo de tirar la toalla y no volver a levantarte ante el asombroso y multiusos "¿Para qué?" Bien, yo te contesto a eso: PARA TODO. Solo tienes que pensar en todas esas veces que te has caído del triciclo, escaleras, bicicleta, moto. No finjas, sabes que mereció la pena levantar el hocico del suelo para ver a tu madre dándome collejas.
¿SIGUES AHÍ TIRADO? LEVANTATE AHORA MISMO, NO HEMOS TERMINADO.

No hemos terminado. No ha hecho más que empezar. Tienes que levantarte. Debes levantarte porque te quiero. Porque te quiere. Y sobre todo porque te quieres, porque tú quieres. No está mal parar a tomar un descanso, mi experiencia me ha demostrado que no es sano obsesionarse con las metas. Que no sabe igual el premio cuando renuncias a todo para conseguirlo. Cuando pasas por encima de quien sea, de la forma que sea. No sabe igual —en esas ocasiones sabe algo así como a letrina de bar de carretera ¿¿¿¿Huelga de camioneros???? ¡Ni lo sueñes!
Paciencia, constancia, perseverancia. Cuando te caes duele. Cuando corres detrás del objetivo equivocado, sientes que has perdido tiempo/fuerzas/velocidad/energias, etc. Es normal, todo en orden, es algo que suele pasar. Pero —Y quiero que recuerdes esto—, si deseas algo de verdad, si hay algo —al final, al principio o en medio—, que te deja perplejo, sin aliento, totalmente abstraído. Si eres capaz de vislumbrar siquiera un destello de eso que es capaz de encenderte hasta arder a más temperatura que el infierno y en otras ocasiones criogenizarte, corre a por ello, derriba muros con la cabeza, pierde el control, equivócate, defrauda a algunos, llora, ríe, suda sangre, pero NO PIERDAS LA PERSPECTIVA. Mantenlo en el ángulo desde el que mira tu corazón.
Te advierto que eres un pequeño ser humano, y que cometer errores está entre nuestras acciones preferidas, te advierto que no habrás obtenido nada o estás persiguiendo el objetivo correcto, si llegas hasta él a través de un camino de rosas en el que solo has cosehado amistades.

El mundo está lleno de tipos equivocaados —no te preocupes por ellos, son inofensivos—, y a veces resutarán una gran muralla a tu felicidad, escúchalos, aprende de ellos, observa, pero CUIDADO con esos que dicen tener la verdad absoluta. CUIDADO con aquellos que saben qué quieren y cómo y cuando y están dispuesto a arrancárselo del pecho a sus propias madres, tipos como tí —estoy seguro de que vas a ser increíble, soy un tipo con suerte (que no azar)—, sois un verdadero dedo en el culo para ellos, les dais miedito.

Bien, quería hablarte sobre la suerte y el azar, pero he acabado dándote un manual de instrucciones para algo tan voluble y salvaje como la vida. Supongo que simplemente me siento afortunado por tu llegada, por todo lo que tengo —algunos buscarán sin ver nada. Yo sonrío por ello. Brindo por ello—.
Supongo que sencillamente te quiero sin haberte visto nunca aún —tan solo te he vislumbrado y ya sé que me llevaría todas las hostias del mundo por ti. De esto te hablaba—. Te quiero, y en definitiva, no es lo mismo suerte que azar. Suerte es esto, hijo. Mi hijo —y no puedo evitar sentir algo increíble mientras escribo estas dos palabras, así de importante eres ya sin medir más que unos milímitros—.
Probarás muchísimas cosas que te harán sentir genial: el amor, autosuperación, una tarde de domingo en el parque... Hay muchas cosas, probarás el sexo bestial, algunas drogas, canciones increíbles, cosas que te harán sentir, pero te aseguro que —y yo he cometido excesos con respecto a todo lo mencionado anteriormente—, nada me ha hecho sentir nunca como mientras escribo estas líneas. Amor. Amor —vas a flipar—.

Que estemos aquí, hijo, eso es suerte. Que después de mil cosas mal hechas yo me despierte cada mañana junto a esa chica que paseaba por el parque con un palo metido por el culo, eso es suerte.
Que pueda leerte cuentos que aún no oyes usando mi mano como intercomunicador entre mi voz y la tripa de tu madre, eso es suerte. Haberme encontrado con Milo, eso es suerte. Que mamá se encontrara con Flaca, eso es suerte. Que la inercia de todas las hostias con cada paso erróneo nos acabaran juntando a todos aquí hoy, eso es suerte. A pesar de todo el daño causado. A pesar de todo el daño sufrido. A pesar de la estupidez de tratar de sustituir a la reina por un peón en infinidad de ocasiones. A pesar de todo. Esto es suerte, hijo mío. Somos suerte.

Muy buena suerte.

Y el azar...el azar es una mentira de tantas que te contarán entre libros caducos y fábulas utópicas fabricadas por todos esos que gestionan la desesperanza. Manten los ojos bien abiertos. Y el corazón. Y los brazos. Abrázate a la vida, es cojonuda.

Otro día te hablaré de la diferencia entre casa y hogar. Otro día, tu llegada y esta nueva vida no dejan mucho tiempo para conversar. Gracias por dejarme teclear un rato. Por romper el mutismo literario al que he sido condenado después de que mis ideas  se mudaran. Fuga de cerebros, dicen.

Te quiero.



martes, 12 de agosto de 2014

Nunca

Y nunca, nunca, nunca jamás, se me habría ocurrido pensar en todo este asunto que despiertan unas últimas palabras antes del amanecer.
Es verano. Yo duermo sin ropa ni remordimientos junto a la horma de mi zapatos.
Duermo tranquilo mientras observo desde la ventana abierta de nuestro dormitorio todas esas habitaciones iluminadas que contienen al hombre del siglo XXI y a sus preocupaciones
 A niñatas depresivas vomitando muerte frente a las pantallas de sus ordenadores portátiles. A enormes y peludos trozos de mierda que cierran los ojos mientras fuerzan a sus esposas de toda la vida a realizarles una felación, mientras imaginan a sus compañeros del taller. Las preocupaciones del siglo XXI.

No está siendo un siglo especialmente bueno, pero he de confesar que en estos momentos me produce una bestial erecciòn sentirme fuera de todo eso.
Me gusta esta burbuja. Este dormitorio en el que mi chica sueña junto a mi y a veces se despierta y se pregunta por que machaco teclas en lugar de caer en los brazos de morfeo. Yo le respondo que siga durmiendo, que los únicos brazos que quiero que me sostengan cada vez que se avecine tempestad, son los suyos. Que duerma. Que suele por los dos. Que yo estoy bien aquí, en nuestra atalaya. Lejos de las tormentas, los nubarrones y los chaparrones.

Que estoy mejor aquí de lo que nunca lo estuve en mi vida.
Aquí, tan fugitivo como siempre y más prisionero que nunca.
Aquí, con la brisa de esta noche de verano sobrevolando mi exhausta polla.
Aquí, lejos de la borrasca.
Aquí, que si se produce alguna tormenta, es la tormenta perfecta. Que sí llueven los ojos es de risa.

Se han apagado algunas luces y los ojos empieza a pesar.

Me hubiera gustado haberlo descubierto antes, me pesa un poco todo el tiempo perdido. El tiempo perdido en conversaciones tristes que generaban más tristeza y más y más tristeza.
No fue fácil, pero encontrè entre tanta caja de música adolescente que sólo reproducían una y otra vez réquiems, a mi máquina de follar, de hacerme volar, de hacerme reír

Lo buscamos entre líneas de nieve. Entre nubes de humo. Entre farmacias prohibidas.

No lo encontramos. Cuánto tiempo perdimos.


Supongo que de algún modo quería enviar el mensaje al resto de niños perdidos:

La tierra de nunca jamás la encontré tras sus ojos mientras seguía su sonrisa desde el suelo, memorizando cada pliegue de su falda, cada encaje de sus bragas.

En lo que me hace estar aquí tumbado, relajado, sin preocupaciones ni anhelos, allí lo encontré.

Ella es la puerta a mi nunca jamás, y todos los juguetes que se rompieron por el camino,
Sólo fueron tiempo perdido
Y
Puro
Bla, bla, bla.




Huid de la borrasca, buscas el anticiclòn.



Buenas noches desde el vértigo que siente el hombre que por primera vez en mucho tiempo se sabe feliz.


Te quiero mucho.




No te vayas.

jueves, 17 de julio de 2014

¿¿??

Y supongo que en algún momento alguien tenía que hacerlo. Alguien tenía que dejar de incentivar la autofelación emocional de la literatura existencialista, sacarse la cabeza del culo y reivindicar algo tan sumamente importante: la pregunta correcta.

Y es que sólo la pregunta correcta puede llevarte a enfocar con total claridad y nitidez el asunto, quizás no llegues jamás a alcanzar la respuesta, pero el trayecto merecerá la pena.

La pregunta que llegados a este punto, todos nos estaremos preguntando es ¿Cuál es la pregunta correcta?
Pues bien, pregunta incorrecta. La pregunta correcta es ¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Por qué?

Hay una pregunta esencial para cada uno de nosotros en diferentes momentos de nuestra vida.

Mi pregunta correcta es ¿Quién?

Y todos los caminos recorridos para resolver el enigma me han llevado siempre hasta la misma respuesta: Ella.

¿Es ella la respuesta?

En absoluto.

Ella es el verdadero enigma.

Ella es ese misterio sin resolver que jamás querría yo descifrar. Me limito a recorrer cada una de sus extensiones y todo son respuestas que surgen de cada una de sus dudas, de las mías, de lo nuestro. Nuestro enigma. Nuestro estigma.

Ella es mi pregunta y ella es mi respuesta.

Ella es la incógnita que me ahoga con sus miradas, ella rompe parámetros y es capaz de tirar por tierra todo aquello a lo que en algún momento entregué mi fe. Puede destruir mis convicciones.
Rompe con lo establecido, volatiliza la dicotomía amor-odio, allí donde se acaba el amor no nace el odio, amor y odio aún se encuentran atados por un hilo dentro del mismo espectro. 

Cuando muere el amor, es cuando aparece la indiferencia.

Ella lo sabe bien, el odio puede salvarnos. Y lo ha hecho en multitud de ocasiones.

¿Que quién es ella?





Ella es esta partida al escondite de duración infinita a la que juego con las palabras.

Ella es esta partida en la que me la quedo una y otra vez.

Ella es esta partida al escondite con las palabras, que nunca termina.



Porque es imposible



encontrarlas a todas



y



poder expresar con ellas



todo 


lo que ella



es.





¿Que quién es ella?




Lo sabes bien,





ELLA


eres



TÚ.



viernes, 20 de junio de 2014

Anuda-2 (Infinito)

El día en que coronaban a un nuevo rey, en mi tablero el miedo se comió a la reina. Fue un instante fugaz, como un parpadeo. La luz se apagó en la habitación, y de repente, cuando quise darme cuenta, las dos torres y el castillo, se tornaron arena.

Todo el país estaba expectante, era el día en que coronaban a un nuevo rey, y en mis territorios, que habían sido libres y salvajes hasta que la conocí, pero que ahora tenían grabado su nombre por todas partes, se instauró la dictadura de la locura. Allí, en la patria de debajo de mi piel. TÚ, mi única patria, raza o religión. TÚ.

Dormía placenteramente mientras el anterior monarca hacía pública su intención de abdicar, soñando seguramente con los abruptos paisajes de sus noches en vela. El mundo podía pararse cuando quisiera si tenía acceso a sus abrazos, sus sonrisas y sus largas piernas.

También dormía durante la coronación del nuevo rey, esta vez entre pesadillas. Dormía y seguramente soñaba con el mar, porque al despertar sabía a sal y la cara estaba empapada, como después de un chapuzón en la costa bajo un calor abrasador.

Siempre quise ser el primero, así que ese mismo día, antes de dormir ya me había coronado, lo siento majestad, te tocó ser el coyote.

Me había coronado cuando en lugar de perderme por la mañana temprano en sus ojos, decidí seguir jugando a los caza fantasmas. Me coroné.

Y ahora, un día después de todo el asunto, cuando el país está algo más calmado con su rey Arturo en el castillo, yo sigo flotando en éter, sigo buceando en formol, sigo con esta pesada sensación de inamovilidad. Como si no latiera el corazón en el pecho. Como si no hubiera nada ya que esperar. El fin.

Así que sin darme cuenta, me he encontrado aquí, arrinconado, agachado, como inerte y pensando en ti. Me he transportado casi sin querer al invierno, a Enero y Febrero, creo que es porque el clima ahora es más amable, y uno podría entregarse a la ilusión de que saldrá de esta. Los días son largos, los amigos están animados y deseando hacer cosas, puedes escaparte a la playa, etc. Sí, podría ser más sencillo escapar así, pero como no es lo que quiero, como esto que he decidido, es lo último que quiero. Como he decidido prescindir de lo único que puede hacerme feliz, de lo único que da sentido a mi vida, de lo único que he querido por encima de mí, nunca jamás, me he transportado al invierno.

Y es triste pensar en el invierno desde esta época del año tan luminosa, pero las escenas se han sucedido como en una película.

Era invierno cerrado, Enero o Febrero, y en esa época del año, a las seis de la tarde ya es de noche. Y hace frio, y llueve casi siempre.
Y nos he visto allí, donde todo comenzó, de noche cerrada. Yo había llegado antes, porque soy un vago y un desocupado que sobrevive por su pizca de talento y experiencia en el escapismo. Yo llegué antes, y hacía muchísimo frio, pero te habría esperado allí hasta las últimas consecuencias, hasta que me hubieras encontrado allí congelado como Jack Nicholson en “El resplandor”.
Había llegado primero, y la impaciencia me hacía sentir cierto hormigueo en el estómago, creo que era algo así como felicidad, estaba jodidamente enamorado.

Aparecías. Siempre aparecías, en medio de aquella oscuridad aparecías. Llegabas pálida y con cara de agotada, caminando bien estirada, manteniéndote bien estirada al principio, muy correcta, pero yo te desarmaba bien rápido y al instante, tu me abrazabas, y yo me abría mi chaqueta para que metieras tu cuerpecito pequeño y apretado en una parka azul de lo más estilosa, dentro de mi chaqueta, y así podían darle por el culo al invierno, así estábamos genial.
Hablábamos de nuestras cosas, como hemos hecho hasta ayer. Y no puedo parar de pensar en tus manos frías, blancas y frías, y en cómo te las frotabas, y en lo graciosa que estabas con esa parka azul subida hasta el cuello, parecías tan frágil y tan dura a la vez…

Me he coronado. No pienso en el invierno porque los últimos tiempos no hayan sido increíbles, a cada retirada de un envoltorio se han expandido ante mi, universos que jamás pensé contemplar. Es solo que me acordé de tus manos, de tus abrazos, de tu cara de cansada en invierno, y te imaginé llegando a nuestra casa del trabajo por la tarde, completamente helada. No se, solo pensaba en todo eso y en cuanto me duele que nunca vayas a llegar a nuestra casa. Que nunca vaya a verte frotar más tus manos heladas. Que nunca te las vayas a calentar en mi tripa. Que nunca te vaya a ver con esa parka que tan bien te queda. Es una putada. Me he coronado.

El día en que coronaban al nuevo rey, fue el día en que terminaban muchísimas otras cosas, entre otras y de las menos importantes, la historia de este blog, en esencia, “El blog por y para N” y para nuestras intensidades.

Perdóname por mis cagadas, por mi escatología al corazón.
Cuando empiezas a mearte en el corazón, alcanzas un punto en el que los incendios corren el riesgo de extinguirse, y eso, es lo peor que podría ocurrir. JAMÁS permitiría que te extinguieses.

 Porque te quiero.


Gracias por todo.
 Gracias por el sueño.
Gracias por haberme dejado tirar del hilo de tu sonrisa.
Gracias por tu tiempo.
Gracias por los desvelos.
Gracias por enseñarme a dormitar, que no era más, que soñar despierto contigo.
Gracias por las tardes de cine.
Gracias por tus lecciones sobre lo que es cool.
Gracias por ser todas y cada una de esas letras y palabras que luego ordené.
Te voy a echar siempre de menos, SIEMPRE.

Y permíteme que te lo repita:


“Por tus incendios
Por mis dudas
Por las tuyas
Por mis dedos equilibristas
Recorriendo tu espalda
Hasta llegar al centro.
Por el miedo
Por los secretos susurrados desde tus ojos
Y desde mis dedos.
Por nuestros incendios.

Sigue ardiendo.
Sigue girando.
Sigue ardiendo y girando
Hasta extinguir
Página a página
Cualquier resto de duda
Que estas manos cobardes
Quieran traducir en un frio y doloroso:



Fin.

lunes, 16 de junio de 2014

Casas de empeño

Ella solo permanecía, y con eso, todos teníamos más que suficiente. Ninguno de los allí presente parecíamos existir para ella, de hecho, si la observabas, te costaba imaginar de qué forma se habría deslizado desde la entrada de ese antro hasta la mesa que ocupaba. No podías imaginarla haciendo otra cosa que no fuera estar allí. Estar. Ahora. Ella era presente, y de nuevo, con eso teníamos más que suficiente.

No era frecuente encontrarte a una chica así por allí, ella tenía ese “algo” diferente, esa pizca de tristeza, rebeldía y autosuficiencia que hablaba por sí sola, ese “no se por qué no puedo parar de mirarla”. Un “no entiendo qué pasa aquí, pero es imposible no enamorarse de ella”. Definitivamente, no era el prototípico cliente de esa mierda de taberna de las afueras de la ciudad, y menos en fechas como aquellas.

Eran fechas próximas al día de Navidad, estaba siendo un invierno jodidamente frío y despiadado, por suerte, yo no tenía que exponerme demasiado al inclemente clima de aquella zona del país, me pasaba el día entero durmiendo y a media tarde, cuando despertaba, tan sólo me dedicaba a garrapatear algunos folios con una verdaderamente dudosa intención de comenzar por fin algunos de mis encargos literarios.
Pero no es de mí o de mi sórdido vagar durante aquella época de lo que quería hablar, si no de ella.
La ciudad se encontraba sumida en la nostálgica oscuridad de los días breves, las nevadas, y de cuando en cuando, la humedad de la lluvia que arrojaba la tormenta. Realmente parecía una ciudad fantasma, no había transitar. Supongo que la gente se encerraba durante el día en sus rutinarios empleos, y allí permanecían hasta que la oscuridad devoraba las calles.

Era entonces cuando comenzaba la vida para las alimañas nocturnas, era en ese momento de sombras cuando comenzaba a girar la rueda para aquellos a los que el día no traía más que dolor y agotamiento.
La taberna era frecuentada por borrachos, puteros, mujeres abandonadas, retrasados y por supuesto, putas de los bajos fondos. Nunca acudáis allí si lo que buscáis es conversación, una agradable velada o interactuar con gente común. La taberna era una cloaca. Todos los tipos de la barra, todos aquellos hombres eran como una mancha de césped segado, materia enverdecida, sobre sus taburetes, buscando incendios controlados, llamaradas localizadas, un poco de calor en esas noche gélidas del norte. Daba igual encontrarlo dentro de una botella, o entre las piernas de alguna prostituta desdentada.

Nadie se acercaba a mí. Solo bajé hasta allí porque era el primer lugar en el que tomar una copa al salir de casa. Me daba un miedo terrible perderme en aquella ciudad, así que solo transitaba unas rutas más que asentadas ya en los mapas de mi mente.
Era constantemente invitado a celebraciones, mis anfitriones, en espera de que les hiciese el honor de cumplir de una maldita vez con mis obligaciones entregando completa alguna de las obras que se me habían encargado, insistían constantemente en verse conmigo para obtener información acerca de la evolución de las mismas, y para ello, recurrían a invitaciones a fiestas de este tipo en las que se daban citas personajes de la jet set. Basura que huele bien. Yo estaba más que harto de este tipo de personajes, la élite de la cultura, el glamour y el buen gusto. Trozos de mierda perfectos.

Entré en esa taberna como lo habría hecho cualquier otra noche y Oh…Dios…no podías evitar sentir el tiroteo que te atravesaba el pecho. Entrabas por la puerta y notabas algo diferente en el aire, como un cambio de presión, una incomodidad te impedía ser tú mismo, respirar con normalidad. Ella no hacía nada, podrías dudar de su respiración, no hacía nada, no miraba a nadie, solo estaba allí sentada, en completo silencio.
No parecía entender lo que estaba pasando allí —y si lo hiciera, no le importaría una mierda—, no parecía darse cuenta de que estaba allí tirando de todos nosotros. La chica del vestido extraño y las botas de cowboy marrones no se había dado cuenta si quiera de que se había convertido en la espina dorsal de aquél universo. No parecía pestañear, y sin embargo, los que estábamos allí, sentíamos que nos habíamos convertido en satélites que orbitaban indefensos y sin voluntad, su planeta. Ella era el sol, nosotros solo girábamos a su alrededor, danzábamos al son de su melancólica tonada.

Me desplacé a lo largo de la barra con el sigilo de aquél que intenta salir de su habitación después de despertar junto a un león. Quería ver su rostro, desde mi posición inicial sólo podía ver parte de su espalda y la larga melena de color dorado que reposaba sobre esta. No parecía importarle, pertenecíamos a planos de existencia diferentes.

Creo que no hay palabras para describir con precisión todo lo que ella era, lo que implicaba, el efecto que producía sobre nosotros. Estaba allí sentada, con su vestido, con su melena rubia, con sus botas de cowboy, con aquella extraña mirada apagada, con ese tipo de ojos que han llorado demasiado, que han sido decepcionados una y otra vez, ojos de casa de empeño, siempre había entregado más de lo que había recibido. Tenía esa expresión entre indiferente y algo resentida, podía leerse entre las líneas de su ceño fruncido levemente. Estoy seguro de que pensaba dejar la ciudad, o de que quizás ya se había largado y aquí solo estaba de paso. No podías evitar imaginar cómo sería su vida, igual que no puedes parar de preguntarte cómo suceden ciertas cosas o qué ocurrirá después de morir.
Sí, definitivamente estaba huyendo, decepcionada y dolida. Entonces recé casi sin querer, para que su frustración y su desencanto y su enorme determinación para salir vivita y coleando de las situaciones más dolorosas, no la llevara a los brazos de algún estúpido patriota salvador, de algún envoltorio vacío y aburrido de vida ejemplar, de algún tipo de voluntad extinta. No se por qué pensaba yo en aquello. Continué observando.

Dio un trago breve con muchísima elegancia y educación a lo que quiera que fuese que estuviera bebiendo, luego sacó lo que parecía ser una carta del bolso que tenía colgado del respaldo de la silla, justo debajo de su abrigo. Definitivamente era una carta.
Depositó el sobre en la mesa y justo antes de comenzar a leer el escrito de su interior, se estiró un poco el vestido a la altura del pecho, como poniéndose cómoda.

Comenzó a leerla, y mientras lo hacía, la taberna se convirtió en auditorio, y en la mente de cada uno de los allí presentes esa carta poseía un significado diferente. Para cada uno el discurso era distinto. Ella leía allí, desde lo alto del auditorio con la pasión de quién no consigue despegarse de las embarradas manos de la soledad, pero a la vez, con la gracia y la luz de quien sigue respirando a pesar de estar viviendo un desamor, de quien cruza ese árido desierto sin nada de avituallamiento y sin señales que indiquen por donde salir, guiándose solo, por el sonido de la marea que llama desde algún lugar alejado con cada cambio y bajo el influjo de la luna.

En mi mente, la carta era una carta escrita por algún idiota de polla flácida, algún payaso que o bien la dejaba para probar suerte con su mierda de vida vacía, incapaz de soportar la existencia junto a un caballo salvaje como ella, sin intentar domarla, o bien era la reaparición de algún tipo de la misma especie, que volvía derrotado y rogaba una segunda oportunidad. Seguramente, en cualquiera de las dos suposiciones me equivoqué, esa chica y todo lo que la envolvía, era misterio sin resolver.

No podría decir cuanto tiempo transcurrió exactamente, pero la chica depositó la carta sobre la mesa, y acto seguido, una lágrima se deslizó por su mejilla y se terminó perdiendo entre el suelo del bar. Allí desapareció. Fue casi imperceptible, no estoy seguro de que nadie más allí percibiera el detalle de aquella lágrima plateada deslizándose hasta extinguirse. Yo lo vi, y entonces lo supe; la carta había terminado con un agradecimiento. Con palabras escritas desde el amor. Desde el amor que no puede ser, que tiene que marcharse.

Con un gesto sutil, atrajo la atención del camarero que se acercó casi instantáneamente, luego dejo unos cuantos billetes sobre la mesa y se largó. La miré salir, tenía unas piernas largas y preciosas y no parecía caminar, si no deslizarse. Desapareció.
Un momento después, volví a mirar a la mesa, como deseando que por arte de magia apareciera de nuevo allí, mirarla me hacía sentir mejor. Que existiese me hacía sentir mejor. No estaba, una mesa vacía. Algo llamó mi atención: “No, no puede ser” —pensé—. Sobre la mesa descansaba un papel blanco roto en varios trozos.

Me acerqué sin ningún tipo de pudor, todos los allí presentes merecíamos el mismo respeto y teníamos el mismo derecho a reproches de unos hacia otros: NINGUNO.
Me acerqué, era la carta. Los pedazos no eran demasiado pequeños así que junté como pude cuatro de ellos, creo que pertenecían al final. Pude leer el último párrafo y sentí que el corazón me iba a estallar, que algo me desgarraba desde dentro todos mis órganos vitales. Lo leí. Leí el último párrafo y decidí que no quería leer más.

Decía así:

“Y con todo el respeto del mundo y el amor que sabes que te tengo, supongo que el haberme dirigido hacia ti en estos momentos, solo ha sido porque me veo en la obligación de admitirlo. Bien, debo confesarlo: jamás he perdido tu número de teléfono, lo tengo grabado a fuego. Jamás, durante todos estos años olvidé tu dirección. Y si algún día, después de que pase mucho tiempo nos recordamos como amigos, se que ahora no, se que no podemos todavía, solo entonces, sonreiremos, y recordaremos las cosas tal y como sucedieron. No hay amor tal y como lo conocimos, pero estoy seguro de que no ha desaparecido, se ha transformado en amistad.




PD: Con todo mi amor.”

martes, 10 de junio de 2014

lunes, 9 de junio de 2014

Ser o estar

Aquella noche de sábado había sido movida, el chiringuito a pie de playa que Román llevaba regentando más de quince años había hecho una recaudación tan buena como en los viejos tiempos.
Yo llevaba allí algunas horas, prácticamente desde el medio día, cuando llegué con la intención de tomar sólo un Ron antes de volverme a casa a escribir.
Acabé asistiendo al cambio de camareros, y a la llegada de aquél cuarteto de música latina que ponía a bailar a todo el personal durante la noche entera, las chicas más increíbles de la ciudad destrozaban caderas sobre el suelo de madera.

La música había parado hacía rato. Las parejas de bailes se habían marchado, algunas por separado y otras juntas, a continuar en la intimidad con el más antiguo de los ritos, una danza privada, una danza macabra. Otros habían visto cómo su carroza se convertía en calabaza al desvanecerse la última nota del pentagrama, y se habían largado cabizbajos tratando de encontrar en el suelo del local, unos sus caderas rotas. Otros ilusiones rotas. Otros—estos más desdichados aún—, corazones rotos.

Yo los había observado desde la barra mientras los Whiskey doble con hielo se sucedían, se convertían en un bucle constante y delirante que me elevaba hacia un estado de conciencia superior en el que olvidaba que me daba vergüenza sacar a bailar a nadie. Que me daba vergüenza salir a bailar cuando me lo pedían. Que no sabía bailar, joder.

Marcela acababa de servirme el último tras mirar a su padre, que se encontraba subiendo las sillas a la mesa tras barrer el suelo, tras mi muda petición para que me rellenara el vaso. Román había dado su beneplácito, confiaba en mí, no era la primera vez que me quedaba hasta el cierre y nunca había tenido problemas conmigo.

A pesar de su aspecto rudo, creo que Román era un tipo sensible, creo que me había tomado algo de cariño, aunque nunca jamás saldría expresada en palabras tal emoción de un tipo rudo y malhumorado que llevaba solo su negocio día tras días para dar de comer a su numerosa familia, como antes lo había hecho su padre. Como antes que su padre lo había hecho su abuelo.

No hablábamos. No se escuchaba en una palabra, y la oscuridad se hacía cada vez mayor bajo el toldo del chiringuito, como si música, voces, comunicación y luz, estuvieran hilados. Humanidad.
Se podría decir que habíamos pasado a estar iluminados solo por las estrellas. Una oscuridad inmensa, y nosotros allí, sobrevolando el sueño y el silencio bajo las estrellas.
Sin que se oyera una palabra, solo el rugido del mar, y de vez en cuando, las olas chocando contra el arrecife. Solo silencio. Solo podía escuchar el bombear de mi propia sangre en las sienes. Y cristales rotos.

De repente, cristales rotos.

— ¡Dorita! —Exclamó Román enfurecido—, es el cuarto vaso que me rompes esta semana. ¡Vieja borracha del demonio!

— ¡Cierra esa bocaza de rape y tráeme otro Ron! —Contestó la anciana negra que permanecía casi imperceptible sentada al borde del palafito de madera, en la esquina de la izquierda—.

—No te lo crees ni tú —respondió un poco más dulce Román—, ya es hora de volver a casa, mi amor. No te queda plata, y yo ya no puedo invitarte para que acabes un día muerta en la playa.

— ¡No me vengas con excusas, viejo verde! No se me ocurre un lugar mejor para morir que esta playa. ¡Tráeme esa maldita copa!

—Te doy diez minutos para que te largues —le susurró Román, tras indicar con una mirada a Marcela que le acercase esa copa—.

Me había llamado la atención el comportamiento de aquella señora tan peculiar y de carácter animal. Parecía ser un cliente, o más bien, un parásito habitual, pero yo jamás había reparado en ella durante todos estos meses. Había venido a la otra punta del mundo para tratar de encontrar la inspiración, pero las musas no entendían de hemisferios planetarios, y yo continuaba sin escribir una sola palabra.

En la barra, Marcela acababa de servir un vaso de Ron con hielo, y justo antes de que se marchara con él en la mano hasta donde se encontraba la enigmática Dorita, le indiqué con un gesto que no lo hiciera, que yo me encargaba de acercárselo.
Me desplacé algo desconcertado hasta el borde del suelo de madera y me senté junto a ella, justo de frente al mar.

— ¿Quién eres tú? —me dijo agarrando el vaso con brusquedad y casi sin mirarme—, eres demasiado blanquito, no pareces de por aquí.

—No, la verdad es que no soy de por aquí, aunque pienso quedarme una temporada. Estoy tratando de encontrar algún tema sobre el que escribir. Pensé que encontraría la inspiración.

— ¿La inspiración? —Contestó irónica—, en esta choca lo más que puedes agarrar es una buena borrachera, una pulmonía a estas horas, o alguna pendeja desmelenada de las que vienen a bailar por aquí.

— ¿Y a qué ha venido usted?

—Eso a usted no le importa, blanquito “chupatintas” —contestó ahora mirándome desde unos globos oculares blancos como el marfil, que parecían batirse en duelo en medio de aquella oscuridad con las estrellas, para ver quien iluminaba más—, ahora lárguese, quiero estar sola.

—No quería molestarla, Dorita —Me disculpé—, ¿Sabe? No conozco a mucha gente por aquí, a veces uno se siente algo solo. Solo quería un poco de conversación.

— ¿Solo? ¿Usted? Usted está loco, blanquito. Yo llevo más de treinta años volviendo a esta playa día tras día, completamente sola, esperando, buscando, desesperando. Si usted está solo es porque le da la real gana, blanquito —continuó—, así que levanté su blanco culo y deje a este viejo demonio beber tranquilo.

— ¿Lleva más de treinta años viniendo a esta playa día tras día? ¿Buscando qué? ¿Esperando qué?

—Esperando encontrar una razón para vivir. O para morir. Esperando encontrarle, esperando que vuelva. Si sigue vivo, quizás algún día vuelva.

— ¿De quién habla? ¿Se trata de un familiar suyo, Dorita?

—Marcos. Ese negro hijo de puta siempre sabía bien lo que decir. ¿Sabe, escritor? Él también escribía poemas llenos de faltas de ortografía. Éramos muy jóvenes, yo daba clases en la escuela del pueblo a los hijos de los pescadores, él llegó del norte para trabajar aquí en un barco. Maldito hijo de puta, tenía una espalda ancha como una montaña, y un brillo de inteligencia enfrascada en los ojos, una sonrisa de “he pactado con el diablo”. Pero las cosas nunca fueron fáciles, las cosas nunca salen bien así de simple, escritor.

—Entiendo. ¿Murió en el mar?

— ¿Morir? ¡Ni hablar! —contestó—. Él había venido a ganar dinero rápido para volver con los bolsillos llenos a su tierra, él no era más que un marinero palurdo. Mi familia nunca lo habría aceptado. Qué hijo de puta, siempre sabía lo que decir. Yo le decía que no podía ser, que teníamos edades muy diferentes, una posición social muy desequilibrada, que pertenecíamos a mundos distintos. ¿Sabe qué me respondió una vez mientras se colocaba una caracola en el oído para escuchar el mar y sonreía, escritor? Me dijo: Te preocupas demasiado por lo que crees que somos, mi amor. Te equivocas en la esencia de los conceptos: “Soy pobre. Soy marinero. Soy un inculto” Nada de eso es cierto, mi vida. Estás confundiendo el ser con el estar. Porque lo que es ser, yo solo SOY, cuando SOMOS. Los DOS. TÚ y YO, Dori. El resto del tiempo, en el resto de ámbitos, me limito a estar.
En este punto, la anciana agachó la cabeza en lo que casi pareció una convulsión, para ocultar un torrente de lágrimas que brillaron sobre sus negras mejillas bajo la luz de las estrella, en la oscuridad de la noche.

Y las olas seguían rompiendo en el arrecife.

Y la voz de Román rompía el silencio para advertirnos de que nos echaría de allí a patadas si era necesario, “Tengo una familia con la que volver a casa”, decía.

—Conozco un sitio que permanece abierto toda la noche —le dije a Dorita—, ¿Le apetecería tomar algo conmigo? No me apetece irme a dormir, y me gustaría saber más sobre su historia.

—Pagas tú, escritor. Pagas tú.

—Siempre pago yo, Dorita. Por eso estoy aquí, porque siempre pago yo. Nunca dejé una deuda por pagar, solo mil promesas a olvidar. Por eso vine hasta aquí, Dorita.

—Tiene mucho veneno que soltar, escritor. Cuénteme su historia, yo le contaré la mía. Usted paga escritor.


Y los pasos se perdieron, primero entre las dunas y luego en la noche.



Bajo la luz de todas esas estrellas, testigos infinitos de todos esos secretos que a menudo contamos al mar.


viernes, 6 de junio de 2014

Literatura aparte

Nadie llega tan lejos, si no es para seguir. Y creo, sinceramente, que cada uno elige su tormenta. Y puedes pasarte toda la vida buscándola, puedes hacer de tu corazón, la estación meteorológica más sofisticada del mundo. Puedes convertirte en el hombre del tiempo, ese tipo gris, triste y decepcionado que estudia el cielo día tras día, a la espera, tratando en vano de definirla, de acotarla, de registrar sus atributos. 

Cada uno elige su tormenta. Y puedes salir a buscarla, puedes cruzar el planeta de un extremo a otro, no vas a encontrarla. La tormenta no se busca, se cabalga. La tormenta te encuentra a ti cuando menos lo esperas, en el lugar más absurdo, en el momento más inoportuno, porque es tu tormenta y la de nadie más.

Tu tormenta aparece y no la ves venir hasta que estás allí, completamente indefenso, contemplando absorto todos y cada unos de sus relámpagos, soñando con la calma tras la tempestad, bailando bajo la lluvia. ¿Por qué sabes que es tu tormenta? ¿Por que vuelves? No. Porque nunca te has marchado.
Porque una vez que te quemas en su incendio, una vez que te pierdes entre sus tormentas, una vez que te asomas, mueres por morir una y otra vez perdido en ella.
Porque nunca te has marchado, y porque jamás hay un "hola" o "adiós" verdadero, solo un cuchillo y el dorso de tus manos: "Toma, anota el tiempo que perdimos".


No hay literatura en el mundo que aporte una descripción exacta. No hay una razón concreta para recibir balazos por ella, para convertirte en su escudo humano al que rechaza, detesta y presume de no necesitar. Solo está ahí, llega un día despejado y todos huyen ante tal previsión meteorológica, casi todos huyen. Pero si es tu tormenta, algo te hace volver una y otra vez a las trincheras, algo te hace salir ahí a ser fulminado por sus rayos, algo te hace correr desarmado hasta la frontera de su piel, para ser fulminado una y otra vez a cada impacto contra el muro que la rodea.

La tormenta perfecta. Podéis buscarla. Buscar una sonrisa en un desguace. Podéis buscarla, porque ella tiene el mando a distancia que pone a funcionar el sol cada vez que se ríe. 

Podéis buscar vuestra tormenta perfecta, pero luego, no digáis que no os avisé, cuando comience la lluvia de cuchillos. Solo admira. Sangra. Y espera. Lo mejor está por llegar.

La tormenta perfecta sonríe cada mañana frente a un espejo, mirándose la tripa, sonríe como solo puede hacerlo ella, sonríe independientemente de la baja presión atmosférica.


Podéis salir ahí fuera a buscarla. Podéis salir a buscar vuestra tormenta, la que remueve con sus truenos los cimientos de vuestra existencia y os puede hacer creer en cosas que jamás habríais soñado contemplar.

Podéis salir a buscarla, pero cuidado, todos los actos conllevan unas consecuencias, unos riesgos que correr. Yo, por mi parte, solo puedo decir: Merece la pena.


MERECE LA PENA.

Cada herida.
Cada quiebra.

Cada ladrillo.
Cada piedra.

Cada gesto.
Cada problema.
Cada tarde.
Cada siesta.
Cada beso.
Cada rabieta.
Cada te quiero.
Cada no vuelvas.


No pretendía hablar del tiempo. Y sobre todo, jamás he pretendido que nadie lo entienda. JAMÁS he necesitado vuestra bendición, porque si hay algo de lo que estoy seguro, es de que yo he encontrado mi tormenta. 

Y a pesar de lo que dicen.
A pesar de lo que suena.
A pesar de lo que parece.
Aunque ya nadie lo entienda.
Todavía queda ahí fuera un poco de verdad.
Y otras verdades mucho más grandes
hechos empíricamente demostrados
abriéndose paso entre tanta disyuntiva
y senda lúgubre e incierta.

Queda una verdad y es lo único que tengo.

MERECE LA PENA.

HE ENCONTRADO MI TORMENTA.

MERECE LA PENA. 






MERECE LA PENA.


domingo, 25 de mayo de 2014

Ahora (Y siempre)

Pensaba escribir como despedida
un poema más triste que un blues
lo pensé mientras metía de nuevo en la maleta
el viejo sentido común.

Pero luego pensé en tus tacones
haciendo sonar un camino de baldosas amarillas
te imaginé de cervezas, o comiéndonos a besos,
por ese largo camino que tardamos nueve meses en atravesar.

El parto más largo del mundo.

Dar a luz.

Darnos luz.

Tú, me diste la luz
y eso me lo llevo conmigo.

A cambio te he dejado
un enjambre de estrellas
ya sabes
para que no te pierdas.

Y sé que vas a estar bien
te dejo en buena compañía
y nos vamos a echar mucho de menos
tanto como lo veníamos haciendo desde que nacímos
(y eso que aún no sabía que existías)

No he olvidado dejarte también
una canción de esas largas
casi tanto como tus piernas
eres de ciencia ficción, ya sabes
nunca jamás dejes de pasearlas.

Y me he puesto a pensar por el camino
en cómo comenzó todo
como atravesamos aquél verano de la mano
a través de las rosas y los espinos.

También te he dejado algunos textos
que siempre seguirán ahí, como testigos,
para que puedas someterlos a juicio,
Crack del 29, Hiroshima, Muro de Berlín, Dulce Castigo.

No puedo evitar sonreír,
créeme porque es cierto lo que digo
mientras pienso en todas esas charlas infinitas
cuando tirabas por tierra con una sonrisa
todos mis argumentos sin sentido.

Y cuando me regalaste aquél libro
y cuando me abrazabas en modo clandestino
Y en tu ¿Qué dirían tus padres?
Y en mi “Me la suda, yo me quedo contigo”

Y en que solo mediaba entre tú y yo
el poco aire que necesito
que dejaba de respirar al verte aparecer
que descosías mi boca hilo a hilo
(para hacerme sonreír)

Y que un día me tragué un maldito bicho.

Pensaba escribirte como despedida
un poema más triste que un blues
pero no puedo, Flaca
ni puedo ni lo quieres tú.

Gracias por enseñarme a dormitar.
Gracias por enseñarme a levitar.
Gracias por enseñarme a tiritar de miedo ante tu ausencia.
Gracias por cada una de esas malditas cervezas.
Gracias por tu compañía.
Gracias por dejarme mirar tras la sábana,
por dejarme conversar con la niña
que vivía escondida debajo
de ese carísimo traje de ejecutiva.

Gracias por todas las riñas.

Tengo que largarme, flaca.
Joder, quién cojones lo diría
cuando tu buscabas señales para separarnos
y yo me encadenaba a tu puerta

cuando tu me colgabas el teléfono
y yo corría a mi segunda casa (tu portero automático)

Sé que te dejo un asunto pendiente,
sabes del baile del que te hablo.
Juro que un día saldaré mi deuda,
quizás dentro de unos muchos años.

Sé que vas a estar bien,
porque me he ocupado de dejarte
todas esas cosas y muchas más.

Yo también te llevo conmigo, N
hemos hecho de tu nombre
contagio literario universal.

Mil millones de gracias,
una por cada uno de tus lunares,
una por cada uno de tus desvelos,
una por cada uno de mis suspiros
en esas noches en que dormía entre tu pelo.

Una por cada espasmo,
una por cada sueño,
de esos que me regalaste,
los que tenía con los ojos abiertos.

Y tú.
Ahí estabas tú,
con tus espasmos,
susurrando entre mis huesos,
para no dejarme escapar mientras
te dejabas llevar por el sueño.

Ha sido un viaje increíble.
Ya he sacado un nuevo cuaderno
en el que pienso apuntar todas las cosas
que voy a decirte
si algún día volvemos a vernos.

Sigue siendo ese rock and roll
que calienta la noche más fría del invierno.
Sigue acojonándolos a todos,
como sólo tú sabes hacerlo.

Sigue brillando.
Sigue girando.
Sigue danzando.
Guárdame un sueño.

Sigue luchando.
Te has dado cuenta,
puedes hacerlo.

Si todo falla, Flaca,
no tires la toalla




Dame un silbido,


Y sabes que nos vemos.


Yo también


Me como



A


Los fantasmas


Por ti.





Te quiero.




Es y será, para siempre. Infinito.

J




miércoles, 21 de mayo de 2014

El octavo pasajero

Me contaba historias de esas que siempre le han interesado, “en los setenta, el gobierno conspiraba para homosexualizar a la población y así crear nuevas fuentes de marginalidad en ciertos sectores", pero no conseguía sacarme de mi bucle infinito.
Nada podía hacer que dejara de tirar del hilo de su sonrisa, esa eterna madeja en la que siempre acabo enredado, prácticamente inmóvil, acojonado, hasta que sus ojos me dicen: “Tranquilo, solo tienes que relajarte. Espera a que llegue la luz, todo irá bien, lo sé. Si hay luz (y se que la hay) nos acabará encontrando”.

Él habla, y yo le escucho. Se me ocurren mil soluciones a sus problemas, cien mil millones de posibilidades, una cantidad apabullante de movimientos que podría ejecutar para salir de su enredo. Él no dice nada del mío. Intenta no hablarme de ella. Sabe que no quiero salir, estoy bien con mi cabeza entre sus piernas, allí puedo por fin respirar.

Le cuento que hay tipos que necesitan irse solos a escalar una montaña, contemplar el mundo desde la cima de uno de esos gigantes con millones de años para respirar aire puro, y encontrar el sentido de la vida. También le cuento que lo mío es más complicado. Y más sencillo a veces. Que lo único que necesito escalar es su espalda con mi lengua. Que encuentro el sentido de la vida cuando bajo sus bragas. Que no he probado un aire más puro que el de su aliento, ni droga más dura y adictiva, que hacerla sonreír. Que yo también conozco algunas conspiraciones, como esa mentira que nos han contado sobre la arquitectura y el arte, que arquitectura perfecta es la de cada átomo, cada molécula que compone su cuerpo. Que para simetría, la de nuestras ganas cuando nos quitamos la ropa, cuando nos quitamos el miedo y nos lavamos las dudas con saliva, con sudor, cuando nos purgamos entre orgasmos.

Luego, cuando me quedo solo, cuando camino de regreso a casa, no puedo evitar pensar en el asunto de nuevo, solo que ahora, en soledad, el miedo toma el control. Sabe que la voz de la cordura se ha largado, y las estrellas empiezan a dar miedo y la luna se vuelve roja. Entonces empiezo a preguntarme dónde estará, si dormirá abrazada a alguien, si se habrá metido en la cama con una sonrisa después de pensar por última vez en algún tipo que ha conseguido hacerla sonreír. Entonces pierdo el control, y destrozo la luna a pedradas, y las farolas. Me niego a que me ilumine el camino ninguna luz, que no sea la de sus ojos.
Y se que solo es cosa del octavo pasajero tomando el control, un juego de sombras que abusa de mi miedo. Yo se la verdad. Me la repite todo el tiempo a través de sus pensamientos, por FM, con una onda infinita que solo mi antena puede captar. Ella, mi emisora de radio favorita.

Me aferro a eso, y cuando por fin he sacado toda la basura, me siento a teclear, y me trago dos tranquis ayudándome de una cerveza helada de su marca favorita (bueno, su segunda marca favorita), y empiezo a imaginar todas esas cosas que nunca pasaron como las cuento pero que si las leyese, sabría cuales son.
Pienso en el día en el que nos conocimos, el día en el que nos conocimos de verdad. Pienso en ella mirando todas esas bolsas de sangre, mirando intrigada si conocía alguno de los nombres que rezaban en las etiquetas. Y yo estaba allí al lado, mirándola a ella, buscando el botón correcto, el que podría sacarle una sonrisa. El que podría hacerla bajar sus defensas. El que me dejara mirar más allá. También buscaba una escalera, quería mirar más arriba de sus piernas, aún sabiendo que al cruzar mi mirada con la suya, yo me quedaría paralizado en mitad de la autopista, sería atropellado. Aún así, me quedo a mirar. Me quemo, me quemo por ella, como esas polillas que se acercan más y más a la luz hasta caer desplomadas. Achicharradas. En llamas.

También pienso a veces, cuando se apagan las luces y todos duermen abrazados a mentiras, sueños de mierda y sacos de hipocresía, en buscar una salida. Pienso en eso que dicen de que “cada vez que se cierra una puerta, una ventana se abre”, y no puedo evitar sonreír, es más bien una media sonrisa.
La puerta se ha cerrado muchísimas veces tras sus tacones, y siempre que me he asomado a la ventana, al otro lado había un montón de nada. O había un montón de vértigo, porque ella es eso, te sube a una planta treinta y ocho, te hace enorme, y luego se marcha. Una ventana. ¿Quién tiene cojones de salir por esa ventana? ¿Quién querría salir de allí?

Estoy preparado. Estoy preparado para disfrutar de esa orquesta química que se dispone a interpretar un Valls único, desconocido, prohibido y que me hace temblar de terror.
Claro que estoy preparado, y claro que jamás lo estaré suficientemente, pero me quedo ahí a escuchar. Hostia a hostia, mirada a mirada, polvo a polvo. Y a resurgir de las cenizas, que es lo que mejor se nos da. Estoy preparado para naufragar mil veces en sus tormentas, para llenarme los pulmones de arena y sal, y de sus fluidos, y de sus historias. Porque se, que cuando estoy a punto de ahogarme, de darme por vencido, de dejarme llevar por la corriente, ella me rescata, me lanza un mechón de su pelo y a él me aferro como a la verdad suprema. Porque se, que cuando exhausto y aterrorizado consigo trepar por él, lo que me espera al final, eso, no tendréis la suerte de contemplarlo en la vida. El espectáculo privado que guarda para mi. El milagro de su existencia. Su respiración, su conversación, no hay pornografía más dura. No hay incendios como los de su mente fustigando la mía.


A resurgir de las cenizas, como tu sabes.


Como aquél día, ese que se repite aproximadamente cada dos semanas, en el que me quedé atrapado contigo en tu coche, entre tanta nieve. Me asomé asustado ahí afuera y todo era blanco, no había absolutamente nada, blanco y frío. Así que me asuste una vez más, y tu solo me miraste, apagaste el motor y me concediste todo el tiempo del mundo.
Me frotabas las manos. Me comías la boca. Todo cobraba sentido. Estábamos listos una vez más para comernos el mundo. Para hacerlos temblar. Mano a mano.
Preparados de nuevo para arder hasta extinguirnos, porque es mejor arder, que apagarse lentamente. A menudo pienso en arder, en arder contigo hasta reducirnos a cenizas, y luego, vuelta a empezar.


A resurgir de las cenizas, como tu sabes.



Como me has enseñado.


Infinito.










Y a ti, amigo mío, también te encontrará la luz. Estoy seguro. (Si no, ya nos encargamos de encender una hoguera).

sábado, 17 de mayo de 2014

Al menos con palabras

Le digo a René que me largo, que me marcho a casa porque estoy cansado (y porque el aire está demasiado cargado. Demasiado denso. Irrespirable).

"Cuando lleguemos a comprender y aceptar que el hecho de tener una relación con una persona, no implica poseerla ni aislarla, si no tener que currárselo día tras día, mantener viva la magia, luchar por que cada mañana te siga eligiendo a ti, entonces, ese día conseguiremos mantener a nuestro lado a la persona que amamos. Todo irá a mejor. Todo fluirá." Me dice.

Pienso en contestarle. Pienso en mentirle y asentir efusivamente, en ocultarle que no consigo creer en que algún día este dolor se marche, en que todo vaya a mejor. También pienso en la otra opción. Pienso en contarle que no es la posesión mi problema, que me preocupa tanto como una subida del Nasdaq, o como elegir un buen plan de pensiones. Pienso en contarle que no es la posesión mi problema, que ya tengo asumido desde hace mucho, que no se puede poseer aquello tan grande que ni siquiera el abrazo más desesperado puede abarcar.

Pero no le digo nada. 

No con palabras.

Me limito a agachar la cabeza y a fijar la mirada en la taza que tengo delante, la miro concentrado, en profundidad, como si tratara de descifrar el mensaje oculto en los posos del café. Como si allí se encontraran las respuestas a todas mis preguntas, las soluciones a mis problemas. Como si allí contemplase a mi redención, sentada, leyendo, deteniendo el tiempo. Pura superstición.

Y él lo entiende al momento. Comprende lo que estoy diciendo, entiende mi respuesta y descifra mi silencio. Sabe de qué estoy hablando al callar y mirar hacia abajo.

Y él tampoco dice nada. Al menos con palabras.

Solo muestras sus heridas a medio cicatrizar, como un especie de hucha de barro resquebrajada, así sonríe, y por el hueco de su sonrisa empiezan a escapársele un montón de buenos momentos y recuerdos con ella, y cuando cree que no miro, intenta atraparlos con las manos, pero las tiene llenas de agujeros. Sabe que el tiempo no perdona, optimiza.

Coloca sus heridas junto a las mías, y juntas conforman un mapa que, según él, nos conduce hasta Granada. Hasta nuevas sonrisas. Hasta noches en velas. Para acabar de nuevo, en el punto desde el que salimos, porque ambos sabemos que son un punto sin retorno. Nuestros triángulos de las bermudas.

Una vez más me callo. No le cuento que mis heridas son autoinfligidas, ni que cada mañana las relamo mientras me masturbo.

Hay algunas cosas que no le cuento, y se que en el fondo es mejor así.

No le cuento que tuve que cambiarme de camiseta dos veces ese mismo día, porque había vomitado dos veces de tanta tristeza que se me escapaba por los ojos, de tanta tarde de domingo en mi cabeza, de tanta cuchilla de afeitar en vela, de tanto nudo en la garganta al pasar por cierto sitio, que ahora se que está prohibido para mi.

Lugares donde has sido tan feliz, que si ahora que no tienes nada los contemplas, pueden resultar un balazo. Vida y muerte.

No se lo conté, pero también parece saber eso, lo lee en mis ojos, a pesar de que jamás me quito las gafas de sol. Y en lugar de meter el dedo en la llaga con vacías palabras de consuelo, me vuelve a hablar de Granada, de lo bien que nos irá por allí. O me habla de lo bonitos que son los zapatos de esa chica o de esta otra, a pesar de que cuando mira hacia ellas, él tampoco ve nada. 

Él sabe igual que yo que no son de verdad. Que no tiene sentido llenarse el pecho de aire. Él prefiere conservar un corazón sangrante. Agonizante. Un corazón que aulla su nombre en cada latido.

En el fondo soy un tipo callado.

Vuelvo a callarme un gracias.

Gracias por hacer oídos sordos a los suspiros agonizantes de mis zapatos estrellándose contra el asfalto con cada paso que recorro, y que me aleja de allí donde quisiera estar.

Un gracias por caminar a mi lado, con las voces de tu pecho haciendo los coros a mis desvelos. 

Armonías de ausencia.

Con cada paso.

Paso a paso.

Paso a paso.