miércoles, 21 de mayo de 2014

El octavo pasajero

Me contaba historias de esas que siempre le han interesado, “en los setenta, el gobierno conspiraba para homosexualizar a la población y así crear nuevas fuentes de marginalidad en ciertos sectores", pero no conseguía sacarme de mi bucle infinito.
Nada podía hacer que dejara de tirar del hilo de su sonrisa, esa eterna madeja en la que siempre acabo enredado, prácticamente inmóvil, acojonado, hasta que sus ojos me dicen: “Tranquilo, solo tienes que relajarte. Espera a que llegue la luz, todo irá bien, lo sé. Si hay luz (y se que la hay) nos acabará encontrando”.

Él habla, y yo le escucho. Se me ocurren mil soluciones a sus problemas, cien mil millones de posibilidades, una cantidad apabullante de movimientos que podría ejecutar para salir de su enredo. Él no dice nada del mío. Intenta no hablarme de ella. Sabe que no quiero salir, estoy bien con mi cabeza entre sus piernas, allí puedo por fin respirar.

Le cuento que hay tipos que necesitan irse solos a escalar una montaña, contemplar el mundo desde la cima de uno de esos gigantes con millones de años para respirar aire puro, y encontrar el sentido de la vida. También le cuento que lo mío es más complicado. Y más sencillo a veces. Que lo único que necesito escalar es su espalda con mi lengua. Que encuentro el sentido de la vida cuando bajo sus bragas. Que no he probado un aire más puro que el de su aliento, ni droga más dura y adictiva, que hacerla sonreír. Que yo también conozco algunas conspiraciones, como esa mentira que nos han contado sobre la arquitectura y el arte, que arquitectura perfecta es la de cada átomo, cada molécula que compone su cuerpo. Que para simetría, la de nuestras ganas cuando nos quitamos la ropa, cuando nos quitamos el miedo y nos lavamos las dudas con saliva, con sudor, cuando nos purgamos entre orgasmos.

Luego, cuando me quedo solo, cuando camino de regreso a casa, no puedo evitar pensar en el asunto de nuevo, solo que ahora, en soledad, el miedo toma el control. Sabe que la voz de la cordura se ha largado, y las estrellas empiezan a dar miedo y la luna se vuelve roja. Entonces empiezo a preguntarme dónde estará, si dormirá abrazada a alguien, si se habrá metido en la cama con una sonrisa después de pensar por última vez en algún tipo que ha conseguido hacerla sonreír. Entonces pierdo el control, y destrozo la luna a pedradas, y las farolas. Me niego a que me ilumine el camino ninguna luz, que no sea la de sus ojos.
Y se que solo es cosa del octavo pasajero tomando el control, un juego de sombras que abusa de mi miedo. Yo se la verdad. Me la repite todo el tiempo a través de sus pensamientos, por FM, con una onda infinita que solo mi antena puede captar. Ella, mi emisora de radio favorita.

Me aferro a eso, y cuando por fin he sacado toda la basura, me siento a teclear, y me trago dos tranquis ayudándome de una cerveza helada de su marca favorita (bueno, su segunda marca favorita), y empiezo a imaginar todas esas cosas que nunca pasaron como las cuento pero que si las leyese, sabría cuales son.
Pienso en el día en el que nos conocimos, el día en el que nos conocimos de verdad. Pienso en ella mirando todas esas bolsas de sangre, mirando intrigada si conocía alguno de los nombres que rezaban en las etiquetas. Y yo estaba allí al lado, mirándola a ella, buscando el botón correcto, el que podría sacarle una sonrisa. El que podría hacerla bajar sus defensas. El que me dejara mirar más allá. También buscaba una escalera, quería mirar más arriba de sus piernas, aún sabiendo que al cruzar mi mirada con la suya, yo me quedaría paralizado en mitad de la autopista, sería atropellado. Aún así, me quedo a mirar. Me quemo, me quemo por ella, como esas polillas que se acercan más y más a la luz hasta caer desplomadas. Achicharradas. En llamas.

También pienso a veces, cuando se apagan las luces y todos duermen abrazados a mentiras, sueños de mierda y sacos de hipocresía, en buscar una salida. Pienso en eso que dicen de que “cada vez que se cierra una puerta, una ventana se abre”, y no puedo evitar sonreír, es más bien una media sonrisa.
La puerta se ha cerrado muchísimas veces tras sus tacones, y siempre que me he asomado a la ventana, al otro lado había un montón de nada. O había un montón de vértigo, porque ella es eso, te sube a una planta treinta y ocho, te hace enorme, y luego se marcha. Una ventana. ¿Quién tiene cojones de salir por esa ventana? ¿Quién querría salir de allí?

Estoy preparado. Estoy preparado para disfrutar de esa orquesta química que se dispone a interpretar un Valls único, desconocido, prohibido y que me hace temblar de terror.
Claro que estoy preparado, y claro que jamás lo estaré suficientemente, pero me quedo ahí a escuchar. Hostia a hostia, mirada a mirada, polvo a polvo. Y a resurgir de las cenizas, que es lo que mejor se nos da. Estoy preparado para naufragar mil veces en sus tormentas, para llenarme los pulmones de arena y sal, y de sus fluidos, y de sus historias. Porque se, que cuando estoy a punto de ahogarme, de darme por vencido, de dejarme llevar por la corriente, ella me rescata, me lanza un mechón de su pelo y a él me aferro como a la verdad suprema. Porque se, que cuando exhausto y aterrorizado consigo trepar por él, lo que me espera al final, eso, no tendréis la suerte de contemplarlo en la vida. El espectáculo privado que guarda para mi. El milagro de su existencia. Su respiración, su conversación, no hay pornografía más dura. No hay incendios como los de su mente fustigando la mía.


A resurgir de las cenizas, como tu sabes.


Como aquél día, ese que se repite aproximadamente cada dos semanas, en el que me quedé atrapado contigo en tu coche, entre tanta nieve. Me asomé asustado ahí afuera y todo era blanco, no había absolutamente nada, blanco y frío. Así que me asuste una vez más, y tu solo me miraste, apagaste el motor y me concediste todo el tiempo del mundo.
Me frotabas las manos. Me comías la boca. Todo cobraba sentido. Estábamos listos una vez más para comernos el mundo. Para hacerlos temblar. Mano a mano.
Preparados de nuevo para arder hasta extinguirnos, porque es mejor arder, que apagarse lentamente. A menudo pienso en arder, en arder contigo hasta reducirnos a cenizas, y luego, vuelta a empezar.


A resurgir de las cenizas, como tu sabes.



Como me has enseñado.


Infinito.










Y a ti, amigo mío, también te encontrará la luz. Estoy seguro. (Si no, ya nos encargamos de encender una hoguera).

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