sábado, 17 de mayo de 2014

Al menos con palabras

Le digo a René que me largo, que me marcho a casa porque estoy cansado (y porque el aire está demasiado cargado. Demasiado denso. Irrespirable).

"Cuando lleguemos a comprender y aceptar que el hecho de tener una relación con una persona, no implica poseerla ni aislarla, si no tener que currárselo día tras día, mantener viva la magia, luchar por que cada mañana te siga eligiendo a ti, entonces, ese día conseguiremos mantener a nuestro lado a la persona que amamos. Todo irá a mejor. Todo fluirá." Me dice.

Pienso en contestarle. Pienso en mentirle y asentir efusivamente, en ocultarle que no consigo creer en que algún día este dolor se marche, en que todo vaya a mejor. También pienso en la otra opción. Pienso en contarle que no es la posesión mi problema, que me preocupa tanto como una subida del Nasdaq, o como elegir un buen plan de pensiones. Pienso en contarle que no es la posesión mi problema, que ya tengo asumido desde hace mucho, que no se puede poseer aquello tan grande que ni siquiera el abrazo más desesperado puede abarcar.

Pero no le digo nada. 

No con palabras.

Me limito a agachar la cabeza y a fijar la mirada en la taza que tengo delante, la miro concentrado, en profundidad, como si tratara de descifrar el mensaje oculto en los posos del café. Como si allí se encontraran las respuestas a todas mis preguntas, las soluciones a mis problemas. Como si allí contemplase a mi redención, sentada, leyendo, deteniendo el tiempo. Pura superstición.

Y él lo entiende al momento. Comprende lo que estoy diciendo, entiende mi respuesta y descifra mi silencio. Sabe de qué estoy hablando al callar y mirar hacia abajo.

Y él tampoco dice nada. Al menos con palabras.

Solo muestras sus heridas a medio cicatrizar, como un especie de hucha de barro resquebrajada, así sonríe, y por el hueco de su sonrisa empiezan a escapársele un montón de buenos momentos y recuerdos con ella, y cuando cree que no miro, intenta atraparlos con las manos, pero las tiene llenas de agujeros. Sabe que el tiempo no perdona, optimiza.

Coloca sus heridas junto a las mías, y juntas conforman un mapa que, según él, nos conduce hasta Granada. Hasta nuevas sonrisas. Hasta noches en velas. Para acabar de nuevo, en el punto desde el que salimos, porque ambos sabemos que son un punto sin retorno. Nuestros triángulos de las bermudas.

Una vez más me callo. No le cuento que mis heridas son autoinfligidas, ni que cada mañana las relamo mientras me masturbo.

Hay algunas cosas que no le cuento, y se que en el fondo es mejor así.

No le cuento que tuve que cambiarme de camiseta dos veces ese mismo día, porque había vomitado dos veces de tanta tristeza que se me escapaba por los ojos, de tanta tarde de domingo en mi cabeza, de tanta cuchilla de afeitar en vela, de tanto nudo en la garganta al pasar por cierto sitio, que ahora se que está prohibido para mi.

Lugares donde has sido tan feliz, que si ahora que no tienes nada los contemplas, pueden resultar un balazo. Vida y muerte.

No se lo conté, pero también parece saber eso, lo lee en mis ojos, a pesar de que jamás me quito las gafas de sol. Y en lugar de meter el dedo en la llaga con vacías palabras de consuelo, me vuelve a hablar de Granada, de lo bien que nos irá por allí. O me habla de lo bonitos que son los zapatos de esa chica o de esta otra, a pesar de que cuando mira hacia ellas, él tampoco ve nada. 

Él sabe igual que yo que no son de verdad. Que no tiene sentido llenarse el pecho de aire. Él prefiere conservar un corazón sangrante. Agonizante. Un corazón que aulla su nombre en cada latido.

En el fondo soy un tipo callado.

Vuelvo a callarme un gracias.

Gracias por hacer oídos sordos a los suspiros agonizantes de mis zapatos estrellándose contra el asfalto con cada paso que recorro, y que me aleja de allí donde quisiera estar.

Un gracias por caminar a mi lado, con las voces de tu pecho haciendo los coros a mis desvelos. 

Armonías de ausencia.

Con cada paso.

Paso a paso.

Paso a paso.

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