Cada año, con la llegada de la primavera, la vida
brota como por arte de magia en los rincones más inesperados. Incluso en
aquellas esquinas más yermas e inhabitadas durante la gélida estación del
invierno, todo comienza a cubrirse de un verde salvaje que se abre paso,
irreverente, entre raíces congeladas, hojas caídas, y tierra seca.
Y la vida llama a la vida, así que todo el mundo es
arrastrado a las calles.
Las tardes se alargan y los parques se llenan de niños, se llenan de sueños y
de sol.
La vida surge irrefrenable en cada rincón, y si nos
acercamos al interior de un parque cualquiera, descubriríamos que incluso el
interior de un pequeño jardín, puede ejercer de escenario para alguna forma de
vida. Un pequeño rincón del mundo, puede albergar en su interior un universo
lleno de historias.
Nos acercaremos a este.
—Le veo un poco perdido—se escuchó desde algún lugar
entre las sombras de las hojas, en el interior del “bosque”—, ¿Puedo ayudarle,
señor hormiga?
—¿Quién habla? —preguntó la hormiga con desgana—.
De entre las sombras de las hojas de unos pequeños
matorrales, comenzó a deslizarse una pequeña luminiscencia que iba arrojando
luz a su paso.
—Me llaman “brillante”, soy una luciérnaga —contestó—,
¡Vaya aspecto tiene, hormiga! Se lo voy a repetir —continuó—: ¿puedo ayudarle
en algo?, parece perdido.
—Sí…¡No!...Bueno…Quizás —titubeó la hormiga—. ¿Tiene
algo que cure la estupidez? —preguntó con pesar—. Eso me vendría genial.
—Vaya….sí que parece perdida…y asustada —continuó la
luciérnaga—, ¿qué le trae por estos bosques?
—Es una larga historia, creo que estoy buscando
algo, o al menos eso hacía al principio, pero no quiero hablar de eso. Disculpe
si le he molestado, brillante. Debo seguir mi camino.
—En serio —insistió—, ¡Déjeme ayudarle!
—¡Ni hablar! —exclamó la hormiga—. Encontraré el
camino sólo, las hormigas somos fuertes y no necesitamos ayuda, podemos
levantar diez veces nuestro propio peso.
—He conocido alguna hormiga, y sí, son fuertes, pero
en ocasiones, a pesar de poder cargar un peso diez veces mayor que el suyo
propio, se han quedado clavadas en un lugar sin poder moverse, aterradas,
incapaces de cargar con su propia estupidez ni con su ego.
Y lo que es aún peor —añadió—, han perdido cosas importantes, porque si ni la
propia hormiga podía cargar con tanta estupidez, ¿quién iba a hacerlo por ella?
Ya deberían quererle mucho para soportar tanta tontería.
Y bien, ¿Va a contarme su historia?
—Está bien, brillante —se quejó la hormiga, mientras
se desplazaba hasta el centro de una pequeña rama que se encontraba entre las
hojas, para tomar asiento—, si insiste.
Llegué hasta este inmenso jardín por casualidad,
mientras paseaba a una de mis pulgas domésticas, ya sabe que son unas de las mascotas
favoritas de las hormigas.
Nunca he pertenecido a ningún hormiguero, y a pesar de ser una hormiga, y de
haberme intentado adaptar a varios de los hormigueros de aquí y de allá, no
comparto los intereses ni aficiones, ni estilos de vida y pensamiento que
imperan en los nidos de los de mi especie.
Así que me dedicaba a recorrer poco a poco todo el terreno posible,
experimentando y probando una y otra vez hasta darme cuenta de que ese no era
mi sitio.
Un día, mientras paseaba absorto y despistado,
inmerso en mis pensamientos de hormiga guitarrista —lo aprendí de una cigarra—,
atrajo mi atención una extraña melodía, un sonido diferente. Miré intrigado
hacia todas partes intentando descubrir qué era lo que emitía aquella especie
de zumbido, y esas primeras veces solo pude atraparlo de reojo, pasaba fugaz.
Había algo o alguien que se deslizaba frágil y delicada por estos lugares de
manera discreta, impredecible, intrigante, imposible de capturar, como una
especie de estrella fugaz.
Desde el primer momento, algo de aquello se quedó en mi interior, aquél modo de
desplazarse que no obedecía a ningún patrón y que iluminaba de manera breve
pero intensa el lugar por donde pasaba con sólo reflejarse en los ojos de los
allí presentes.
Casi no sabía nada acerca de aquello, pero sin saberlo,
aquél zumbido, aquella luz, esa melodía, fue creando en el interior de esta
pobre hormiga una ansiedad y una necesidad cada vez mayor de conocer un poco
más sobre tan peculiar sujeto.
No sabía bien por qué, pero aquella libélula, tan diferente a todas aquellas
que hubiera visto antes en mis viajes a través de diferentes terrenos,
provocaba en mí una mezcla de terror, curiosidad y una necesidad cada vez mayor
de ser testigo de los fuegos artificiales de sus voleteos, de los incendios
provocados por la luz que se filtraba a través de sus alas, tan delicadas y
casi transparentes que podían hacer efecto lupa colocándose en la posición
adecuada respecto al sol. Podía hacerte arder hasta achicharrarte con solo unas
palabras, una mirada, o un silencio.
—Disculpe, señor hormiga —interrumpió la luciérnaga—,
debe estar hablando de la libélula de la que habla la leyenda. Dicen que cada
cierto tiempo, nos regala su presencia, deslizándose por estos parajes con su
vuelo sutil, pero que nadie nunca ha podido siquiera contemplarla más de un
segundo sin acabar hecho cenizas.
—Nunca antes había oído hablar de ella —contestó la
hormiga—, no conocía la leyenda. Pero, escúcheme bien, creo que nada más verla,
supe que llevaba toda la vida buscándola. No era un lugar aquello que buscaba,
aquello a donde yo debía pertenecer, si no a ella. Lo sentí desde el primer
momento. Había electricidad, y cada vez que intuía su presencia, tenía que
hacer un esfuerzo titánico para evitar que cada átomo de mi cuerpo se
desplazara a la velocidad de la luz hacia ella.
—¿Me está diciendo que llegó a encontrarse con ella
en más de una ocasión? —preguntó la luciérnaga desconcertada—, ¡Eso es
imposible!
—Eso pensaba yo. Cuanto más la conocía, más
increíble me parecía que quisiera pasar un solo segundo en presencia de una
hormiga despistada, perdida, estúpida y desconectada de todas esas cosas a las
que se supone que debe estar atada una hormiga de provecho.
Pero ella volvía una y otra vez. Ella volvía sin seguir un patrón regular y yo
hibernaba en su ausencia, corría enloquecido cada vez que escapaba de mi campo
de visión, temiendo que aquella fuese la última vez que pudiera contemplar ese
espectáculo que era su sonrisa, su presencia, el destello de sus pasos y la
melodía de su risa.
Supongo que es normal que haya una leyenda, ella es terror y adicción, es
terror porque puede destrozarte sin palabras. Puede romperte el corazón con una
sonrisa, o puede maldecirte con mil palabras sin emitir un sonido. Terror de
perderla. Adicción a su todo, por miedo a caer en la absoluta nada si se
marchaba.
—Así que llegó hasta aquí siguiendo a esa libélula…
—A veces siguiéndola. Otras huyendo de ella. A veces
huyendo de mí mismo. Supongo que estaba tan asustado de tener algo tan bueno
por una vez en la vida, que comencé a correr en círculos enloquecido, así que
por un tiempo tuvimos varias colisiones ocasionales. Cuando contemplas su
vuelo, el brillo de sus alas se te queda tan adentro…es imposible, nunca voy a
poder sacarla de mi cabeza.
Así que si sumamos mi miedo, a mi estupidez, a mi
aislamiento y a mi desconexión mental con respecto al resto de habitantes de
este lugar, era inevitable que acabara perdiéndola.
—Pero, ¿la tuvo alguna vez? —preguntó brillante—.
—Desde el primer destello. Siempre ha estado aquí —dijo
la hormiga llevándose una patita al abdomen—. Pero soy un desastre, señor
brillante y estaba tan asustado de no poder corresponder ante tal criatura, que
no hice más que desconcertarla y dañarla. La perdí. Y en parte, creo que sería
mejor para ella aún, mis miedos y dudas no hacían más que dañarla, y si hay
algo que no soportaría jamás, es que perdiera para siempre su destello
infinito.
—¿Le abandonó, señor hormiga?
—Nos perdimos. Me perdí. Durante un tiempo todo fue
bien, de hecho, llegué a este parque buscando a otra persona muy especial para
nosotros. Creíamos que andaba perdido por aquí, así que vine a echar un
vistazo, pero al final he acabado perdido yo y no puedo encontrar a ninguno de
los dos, ni a la libélula ni al pequeño.
—¡Espere, amigo! Creo que sé de qué me habla. Verá —continuó
brillante—, conozco a varios habitantes de este bosque. Hace poco pasó por aquí
una cría, no sabría decirle la especie, andaba algo perdido. También buscaba a
la libélula de la leyenda, solo que la llamaba “mamá libélula”, como estaba
oscureciendo, lo acompañé y le iluminé el camino hasta el agujero de Sarita la
cochinita, para que hiciera noche allí.
Al día siguiente, mientras almorzaba en la taberna de Carlitos el gusanito,
comenté con algunos de los habitantes del lugar este suceso, y resulta que días
atrás, Rosa la liosa, la viuda negra de la zona norte del “bosque”, también se
lo encontró tiritando de frío, así que como pudo, le fabricó con sus hebras
unos patucos, un gorro, unos guantes y una camiseta interior —imprescindible
para las cuatro estaciones—.
Carlitos el gusanito lo vio marchar hace escasos días algo asustado hacia la
zona de los matorrales, mientras comenzaba a tejer su capullo, aunque estaba
algo somnoliento por culpa de una botella de vino que se había llevado de la
taberna, para hacer la tarde más amena. ¡Quizás aún pueda alcanzarlo!
—No creo que quiera verme —contestó la hormiga
cabizbaja—, hice daño a la libélula. Ella tampoco quiere verme.
—Estoy seguro de que no lo hizo queriendo, señor
hormiga. Por lo que me cuenta —continuó—, ha estado usted tan asustado de que
todo acabara en cenizas, que ni siquiera se ha dado la oportunidad de disfrutar
del incendio.
—Lo sé. Ahora lo sé. Y si pudiera volver atrás, me
abrazaría fuerte a ella, disfrutaría del incendio y, con un poco de suerte, el
final sería un par de espectaculares figuras de cenizas fundidas en una abrazo.
Pero no puedo volver atrás. No veo solución posible, así que me quedaré a vagar
por estos lugares, sin esperar nada.
—¡Siempre hay solución para todo, señor hormiga! —gritó
enfadada la luciérnaga mientras la luz de su trasero aumentaba en intensidad—.
Le ruego que abandone esa actitud ahora mismo. Póngase en marcha. Busque a la
libélula, y al chico.
—Pero es imposible, esto es enorme y hemos salido
disparados en diferentes direcciones.
—No hay nada imposible, señor hormiga —insistió a la
vez que rebuscaba en una de las ramas cercana—, no si se intenta lo suficiente
y si se siente aquí dentro, ¿la lleva usted en su interior? ¿Los desea?
—Más que a mí mismo. Quiero a esa libélula más que a
nada en el mundo. Quiero encontrarlos.
—Bien, se me acaba de ocurrir algo —dijo mientras
volvía de entre las ramas con hojas secas recogidas en otoño y algún tipo de
raíz diminuta y oscura— ¿Sabe ya en qué estoy pensando?
—¡Claro! Voy a sentarme tranquilamente en esta rama
y escribiré una y otra vez un cuento sobre las hojas secas, escribiré para
ellos una y mil veces y entre todos repartiremos las hojas por todo el “bosque”,
y así, si lo encuentran, sabrán que estoy buscándoles desesperadamente. Que yo
también estoy perdido y asustado. Que no puedo vivir sin esa libélula. Que
estoy muerto de miedo y solo con ella puedo ser feliz.
¡Gracias por su magnífica idea, señor brillante!
—Claro que vamos a hacerlo. Pongámonos patas a la
obra, ¡no hay tiempo que perder!
Y así, dentro de lo que en apariencia no era más que
un pequeño espacio verde, un jardín de una pequeña ciudad perdida en un inmenso
mundo, la hormiga, con la ayuda de la luciérnaga, la araña, el gusano y todos
los demás compañeros del lugar, comenzaron a difundir por todo el jardín, mil
historias escritas sobre hojas secas. Un grito desesperado, pero de esperanza: “Estoy
aquí. Nunca me he marchado. Nunca he dejado de quererte, ni un segundo. Voy a
encontrarte. Voy a encontraros.”
*Sigo
sin demorarme tratando siempre de recorrerte
En cualquier esquina mi buena suerte
Volver a verte, mi buena suerte