martes, 22 de abril de 2014

Porque no quiero



Porque no quiero que te quedes,
Si no es porque quieres quedarte.
Aunque me parta el cuello buscándote durante el resto de mi vida,
Segundo tras segundo en las esquinas de todos los parques.

Porque no quiero que me entierres
En tu cajón de los desastres.
Aunque sea imposible salir indemne
Encuentro en tu desequilibrio el arte, ( y en tus ojos,  “mi suerte”).

Y no quedan palabras por decir,
No de las que se dicen con los labios.
Espero que sepas que sigues aquí,
Sigues sonando en mi cabeza, “mi radio”.

Y solo sé que no te culpo,
Supongo que incluso me habían avisado.
“Chaval, un día se va a cansar de tus tonterías,
Cuando te des cuenta, se habrá largado”

Yo solo sé lo que siento,
Y lo puedo expresar bien claro.
A pesar de las interferencias,
De mi estupidez, de mi descaro.

Esto es una llamada de urgencia, a mi chica
Una llamada al infierno, un grito desesperado,

Yo no sé lo que pasa en tu cabeza,
Pero aquí todo es peor, cuando no estás a mi lado.

Vuelve conmigo al infierno,
Dicen que se ha congelado.

Falta por aquí tu risa despiadada,
Tu lengua afilada,
Mis manos sobre tus manos.

Faltan por aquí tus balas,
Clavadas en mi espalda,
Falta por aquí mi alma,
Ha huido espantada,
Aunque otros dicen que me la has robado.

No habrá paz.

No la habrá.

No,

No, Hasta que hayas regresado.

Te necesito. 

Te necesito tanto.

Te necesito.

Te necesito a mi lado.



—Eh, chaval, quizás deberías olvidarte del asunto. Date un respiro, hay un montón de chicas ahí afuera. Hay mucha gente a la que conocer, gente fantástica. ¿Por qué no te das una oportunidad y pasas página?

—Porque no quiero.

lunes, 21 de abril de 2014

Casper, el fantasma asustado

Me siento tan vacío, que supongo que debo estar muerto. Algo sonó a roto, algo explotó en algún lugar y ahora solo hay vacío.
Sí, definitivamente debo estar muerto, y el único motivo por el que sigo pensando, sintiendo, viendo y escuchando, es que debo haberme convertido en un fantasma.

Creo que esa es la definición que más se acerca a lo que ahora mismo soy, a cómo me siento; soy un fantasma. Estoy vagando de un sitio a otro, porque algo se retuerce aquí dentro y quema. Por el nudo en la garganta, ese que no sé deshacer, falté a las clases de juegos de niños durante la infancia, estaba ocupado recogiendo pedazos de mi integridad emocional. Algo que nunca te hubiera ocurrido a ti, estés donde estés (probablemente escondido detrás de algún seto). Soy un fantasma que no puede parar de moverse enloquecido, porque algo se retuerce adentro, así que no se ni lo que hacer. Es imposible parar y mantenerse quieto cuando se siente tanto dolor.

Así que ahora me dedico a vagabundear por todas partes, a ver si encuentro mi aliento, que se me ha escapado por los ojos. Y como buen fantasma, paso desapercibido, soy invisible a sus ojos, me muevo entre ellos totalmente camuflado.
No pueden ver debajo de la sábana, nadie tiene ni la más mínima idea de lo que está ocurriendo debajo, y quizás sea mejor así.
Ellas siguen queriendo esa sábana, siguen rogando encarecidamente poder tenerla cubriendo sus camas, o sus sofás, o colocársela sobre los hombros en algún baño público. Quieren sentirse especiales, poderosas. Quieren sentirse como tú me hacías sentir. Ellos la temen, la envidian, la plagian, la admiran,  o simplemente, no entienden nada de nada.
Todas quieren un poco de la sábana del fantasma, sin importar el infierno que se oculta debajo, el dolor que la hace revolverse enloquecida, la nostalgia convulsa que la convierte en bola de fuego, aquello que la hace estrellarse contra todo en una carrera de autodestrucción. Lo único que les interesa del animal herido, es su piel, todas ellas creen que el fantasma sería un complemento ideal, que las haría mejores, todas menos ella. Todas quieren un poco de Rock and Roll, y como viene ocurriendo desde que el Rock and Roll es Rock and Roll, cuando el fantasma aúlla de dolor pidiendo ayuda, ellas le lanzan sus bragas.

Y ahora que estamos hablando de cosas imposibles -como los fantasmas, como yo, como volver a estar bien, como volver a querer a alguien así, como olvidarte, como volver a ser feliz sin ti-, acabo de recordar una conversación que mantuve el otro día con unos buenos amigos y otra chica más.
El tipo en cuestión estaba jodido, y era un tipo sensible, de esos que solo pueden escribir cuando están enamorados y que nunca llamaría zorra a su chica ni aunque la encontrara en su propio dormitorio, haciendo una recreación con el vecino de al lado de la serie “bonanza”.
Acababa de dejarlo con su chica, y como ocurre en estas ocasiones, uno libera presión lanzando sus inquietudes al aire, y el resto –nosotros, las alimañas morbosas-, opinamos sobre todo. Estábamos sentados en la hierba, y bebíamos, fumábamos y hablábamos de las rupturas en general y de la suya en particular, o sobre poesía, es lo mismo al fin y al cabo. Poesía. Dolor. Ausencia. Es lo mismo.

En un momento dado de la conversación, la chica rubia se abre paso entre la intensa lluvia de indicaciones y consejos estériles que le estaban cayendo encima al tipo, y dice: “¿Has oído hablar de los polvos terapéuticos? –todos nos quedamos en silencio unos segundos-. “Es cierto. Así es como mejor se olvida, después de todo es la mejor terapia” –la apoyó la otra chica-.
No me podía creer lo que estaba escuchando, aquellas chicas –mucho más jóvenes que yo-, hablaban con el brillo intenso de la convicción en sus ojos, se podía intuir tras aquellas miradas lascivas con las que intentaban convencernos de lo efectivo del “sexo terapéutico”, un claro: “No me importaría demostrároslo”.
Sabe Dios que sería el más salvaje activista, si de defender la causa de llevar el sexo como deporte olímpico a las olimpiadas se tratara, pero también soy un tocapelotas al que le gusta llevar la contraria en todo, y también soy un fantasma enamorado. Estaba jodidamente enamorado, como un maldito perro lo estaría de una enorme ristra de salchichas, y lo único que me hubiera resultado terapéutico en esos momentos, habría sido estar con mi chica en la cama, sin ropa, con su cabeza descansando en el hueco de mi pecho.
Comencé a intentar desmontar sus argumentos con una vehemencia brutal, como si me fuera la vida en ello, argumentos que nueve meses atrás habría defendido a pecho descubierto.

-Si acabara de perder a la persona que más hubiera querido jamás en este mundo, estaría hundido, y lo último que me apetecería sería meterme entre las piernas de nadie –dije yo-.

-Eso es lo que tú crees –replicó la rubia-, a mi me funciona, llevo haciéndolo toda la vida y siempre me ha funcionado. Pasas un rato de placer durante el cual, no piensas en la persona que has perdido, y repitiendo esto una y otra vez, cuando te das cuenta, ha pasado el tiempo y la has olvidado. ¿Cómo no puedes creer en ello?-insistía-, igual no lo has estado haciendo bien.

Me largué. Me largué de allí, caminando como la poesía camina entre el gentío hasta llegar a la barra cada noche, en cada bar de la ciudad.
Me largué con la firme convicción de que no existía eso que las chicas llamaban “sexo terapéutico”, si existiera, yo no sería un fantasma ahora.
Un fantasma sin ganas siquiera de probar la magistral fórmula.

Un fantasma.

Una vez, cuando era un niño, fui con los chicos de la clase al cine a ver “Casper, la película”, trataba sobre un niño pequeño que se moría y se convertía después en fantasma. Recuerdo que me senté junto a Lucía, y estaba jodidamente nervioso porque esa mañana en la escuela, durante el recreo, Leticia, su mejor amiga, se me había acercado para confesarme que a Lucía le gustaba yo.
A mí, Lucía me parecía una chica agradable. Era rubia, tenía los ojos claros y siempre parecía triste, creo que esto último se debía en parte a que sus padres eran algo dispersos en lo que a moralidad se 
refiere.

El caso es que estábamos en el cine viendo la película, Lucía estaba sentada justo en el asiento contiguo al mío, yo estaba cada vez más nervioso, sentía que me iba a mear encima cada vez que la sentía moverse en la butaca. Estaba realmente desconcertado, no me hubiera importado besarla, por aquél entonces ya había experimentado algunas cosas con chicas mayores que me estudiaban, impulsadas por el motor de la curiosidad y la sordidez de algunas revistas para adolescentes. Era el hecho de gustarle, lo que me atormentaba, ¿Qué debía hacer yo?, ¿Cómo podía gustarle? Yo, un chico sin hogar. Un chico que vivía con sus abuelos, que iba y venía solo de la escuela desde que tenía uso de razón. El chico que vestía ropa hortera, heredada de sus primos mayores. El chico de las Lely Kelly. El chico de la media sonrisa.

No podía comprenderlo, y aquello que escapa a nuestra comprensión, asusta. Pero no es en Lucía en quien estaba pensando ahora, en mi estado actual de fantasma, aunque –por si a alguien le interesa-, en algún momento de la película, bajo la espesa oscuridad del cine, Lucía apoyó disimuladamente su cabeza en mi hombro.
Arrojó su dorada melena sobre mi hombro, y al principió me invadió el terror, sentía que algo se me desgarraba por dentro.
Aunque rompa la magia del momento, debo confesar que aproximadamente al minuto y medio de que esto ocurriera, la polla se me puso dura como una piedra, dentro de mis pantalones de la talla 10, así que el resto de la película me lo pasé acompañado de una melena dorada y una incómoda erección.
Es algo que me acompañó el resto de mi vida, y que en parte agradezco, porque me evitaba pensar en lo mierda que era todo, y en lo que duele la vida.
Erecciones. Erecciones y el pelo de alguna chica joven y guapa, como dos cometas condenados a colisionar una y otra vez durante el resto de la eternidad.

Creo que hay un motivo claro, por el que mi mente de fantasma ha vuelto hasta aquél cine, un motivo más allá de Lucía o mis erecciones. Me parece que el fantasma se ha arrastrado sobre sus recuerdos hasta llegar a ese cine, porque al salir de la sala con Lucía de la mano, hacia la deslumbrante luz del sol, pensé y deseé con todas mis fuerzas ser un fantasma, ser invisible como el chico-fantasma de la película.
Mientras caminaba de regreso a casa, no podía parar de imaginar mi vida siendo un chico invisible, de disfrutar en mi mente de todas las ventajas que ello conllevaría: entrar en las jugueterías sin ser visto y salir con todos esos juguetes que nunca me regalaría nadie, comer todas las chucherías de cualquier kiosco, descubrir qué ocurría cuando se cerraban las puertas en esa habitación en la que se encerraban mis padres a “la hora de los gritos”.

Luego, de adolescente, continué soñando a veces con tener esa capacidad, aunque el uso que pensaba darle por aquél entonces, era bastante menos noble.

Ahora soy un fantasma, ya estoy muerto. Ahora por fin lo soy, y tengo mucho miedo, más que de los fantasmas.

Soy un fantasma icono de la indefensión aprendida. Un fantasma que no se va a mover del sitio, aunque desee con todas sus fuerzas deslizarse a través de la noche, hasta tu casa, aunque desee llegar hasta allí para abrazarte, para mirarte desnuda, para besarte en la frente. Y en el cuello. Y lamerte la oreja despacio, para que sientas su cálida lengua.

Pero no voy a hacerlo. Este fantasma no va a moverse. No voy a hacerlo porque ahora estoy asustado y hasta tengo miedo de mi propia vida, ahora que estoy en la muerte.
Porque tengo miedo de desplazarme hasta tu cama y ver esa mirada que pones, la que acompañas de una sonrisa traviesa cuando estás justo ahí debajo, antes, durante o después de “comerme a besos”.
Tengo miedo de ver allí esa mirada, y no ser yo quien se refleja en tus ojos. Tengo miedo de encontrarte allí hablándole, dándole placer, recibiéndolo.
Me aterra más que nada en el mundo encontrarte allí, totalmente dormida, abrazando con fuerza a otro tipo, apretándole, aferrándote a él desde tu sueño, mientras sonríes y te retuerces en espasmos, durmiendo abrazada a él, plácidamente, después de haberte corrido varias veces.
No quiero encontrarme con que estés allí con otro tipo, deslizándote al mundo de los sueños, tal y como lo hacías conmigo, totalmente acoplada, desde la planta de los pies, hasta la cabeza.

No podría soportarlo, me moriría, si es que un fantasma puede morir de nuevo.

Tengo miedo de perder lo que no tengo. Lo que nunca he tenido.

Soy un fantasma aterrador, totalmente aterrorizado.

Soy un fantasma.

Y ahora, debo largarme. Debo largarme, buscaré algún viejo cementerio, o algún castillo en ruinas, y me esconderé en cualquiera de sus esquinas. Debo largarme. Porque hay cuestiones en las que se trata de “todo o nada”, sin medias tintas.

A veces, sencillamente no hay nada demasiado inteligente que decir acerca de la muerte.


Nada.

sábado, 19 de abril de 2014

Cuanto más te esfuerzas

El desperdicio de palabras
continúa con una pasmosa
perseverancia,
mientras el camarero corre con la bandeja llena
a cuestas 
para todos los blanquitos espabilados que se ríen
de nosotros.
da igual, da igual,
siempre y cuando tengas los zapatos atados y
nadie te siga muy
de cerca.
ser capaz de rascarte y
mostrar indiferencia es victoria
suficiente.
esas mentes estreñidas que buscan
un sentido más alto
serán despachadas con el resto
de la basura.
Tómatelo con calma.
si hay luz,
ya te
encontrará.


-Charles Bukowski-

martes, 15 de abril de 2014

Todavía

Todavía necesito pellizcarme,
necesito hacerlo cada cierto tiempo.

Todavía cada noche, y aún a tu lado,
me despierto sobresaltado:
me aterra que todo haya sido un sueño.

Todavía cuando te tengo a mi lado,
pierdo el control por completo,
pierdo el control sobre mis actos,
comienzo a mezclar conceptos:

"Intento detener la vista,
quisiera echar atrás el tiempo".

Todavía si me esfuerzo,
todavía, aún hoy, puedo verlo:

Fui recorriendo el camino de baldosas amarillas,
estaba desesperado, persiguiendo al conejo.

Y el camino se cortaba allí,
justo debajo de tu portero automático,
y yo me senté esperando algún momento mágico
mientras me arrojabas baldosas y me disparabas balas de silencio.

Todavía, y debo confesarlo,
todavía hoy tiemblo
cuando pienso en esa fuga,
en ese maldito Diciembre Negro.

Todavía no las he encontrado,
tengo que reconocerlo.
No hay palabras para describirlo,
así que me limitaré a los hechos.

Y como soy un desastre ambulante,
arraso todo del revés y ni siquiera me entero.
No son lo mío las disculpas,
puedo arrasar con todo sin saberlo.

Y nunca pediré tu perdón,
no es mi estilo hacer eso (porque el perdón es pa´los curas
como dice un buen amigo):
paraguas rojo, acércate al negro

Todavía la madrugada.
Todavía me parto el cuello.
Todavía te veo en todas partes.
Todavía me muero cuando te pierdo.
Todavía te busco en los parques,
cuando hay guerra y nos arrojamos fuego.
Todavía y creo que para siempre
Todavía voy a reconocerlo:

Podría dejar que pasaran mil trenes, 
que se vayan todos, no me importaría perderlos.
Me torturaría de nuevo cien veces,
condenaría mi alma al infierno.

Estrellando mi cabeza contra tu muro, 
desollando mi piel en tu incendio.
Persiguiendo de noche tu estela,
Entrelazando en un cine nuestros dedos.

Todavía, sin ningún lugar a dudas,
todavía y por siempre,


Te quiero.





lunes, 14 de abril de 2014

La búsqueda (mira dentro)



Cada año, con la llegada de la primavera, la vida brota como por arte de magia en los rincones más inesperados. Incluso en aquellas esquinas más yermas e inhabitadas durante la gélida estación del invierno, todo comienza a cubrirse de un verde salvaje que se abre paso, irreverente, entre raíces congeladas, hojas caídas, y tierra seca.
Y la vida llama a la vida, así que todo el mundo es arrastrado a las calles.
Las tardes se alargan y los parques se llenan de niños, se llenan de sueños y de sol.

La vida surge irrefrenable en cada rincón, y si nos acercamos al interior de un parque cualquiera, descubriríamos que incluso el interior de un pequeño jardín, puede ejercer de escenario para alguna forma de vida. Un pequeño rincón del mundo, puede albergar en su interior un universo lleno de historias.
 
Nos acercaremos a este.

—Le veo un poco perdido—se escuchó desde algún lugar entre las sombras de las hojas, en el interior del “bosque”—, ¿Puedo ayudarle, señor hormiga?

—¿Quién habla? —preguntó la hormiga con desgana—.

De entre las sombras de las hojas de unos pequeños matorrales, comenzó a deslizarse una pequeña luminiscencia que iba arrojando luz a su paso.

—Me llaman “brillante”, soy una luciérnaga —contestó—, ¡Vaya aspecto tiene, hormiga! Se lo voy a repetir —continuó—: ¿puedo ayudarle en algo?, parece perdido.

—Sí…¡No!...Bueno…Quizás —titubeó la hormiga—. ¿Tiene algo que cure la estupidez? —preguntó con pesar—. Eso me vendría genial.

—Vaya….sí que parece perdida…y asustada —continuó la luciérnaga—, ¿qué le trae por estos bosques?

—Es una larga historia, creo que estoy buscando algo, o al menos eso hacía al principio, pero no quiero hablar de eso. Disculpe si le he molestado, brillante. Debo seguir mi camino.

—En serio —insistió—, ¡Déjeme ayudarle!

—¡Ni hablar! —exclamó la hormiga—. Encontraré el camino sólo, las hormigas somos fuertes y no necesitamos ayuda, podemos levantar diez veces nuestro propio peso.

—He conocido alguna hormiga, y sí, son fuertes, pero en ocasiones, a pesar de poder cargar un peso diez veces mayor que el suyo propio, se han quedado clavadas en un lugar sin poder moverse, aterradas, incapaces de cargar con su propia estupidez ni con su ego. 
Y lo que es aún peor —añadió—, han perdido cosas importantes, porque si ni la propia hormiga podía cargar con tanta estupidez, ¿quién iba a hacerlo por ella? Ya deberían quererle mucho para soportar tanta tontería.
Y bien, ¿Va a contarme su historia?

—Está bien, brillante —se quejó la hormiga, mientras se desplazaba hasta el centro de una pequeña rama que se encontraba entre las hojas, para tomar asiento—, si insiste.

Llegué hasta este inmenso jardín por casualidad, mientras paseaba a una de mis pulgas domésticas, ya sabe que son unas de las mascotas favoritas de las hormigas.
Nunca he pertenecido a ningún hormiguero, y a pesar de ser una hormiga, y de haberme intentado adaptar a varios de los hormigueros de aquí y de allá, no comparto los intereses ni aficiones, ni estilos de vida y pensamiento que imperan en los nidos de los de mi especie.
Así que me dedicaba a recorrer poco a poco todo el terreno posible, experimentando y probando una y otra vez hasta darme cuenta de que ese no era mi sitio.

Un día, mientras paseaba absorto y despistado, inmerso en mis pensamientos de hormiga guitarrista —lo aprendí de una cigarra—, atrajo mi atención una extraña melodía, un sonido diferente. Miré intrigado hacia todas partes intentando descubrir qué era lo que emitía aquella especie de zumbido, y esas primeras veces solo pude atraparlo de reojo, pasaba fugaz. Había algo o alguien que se deslizaba frágil y delicada por estos lugares de manera discreta, impredecible, intrigante, imposible de capturar, como una especie de estrella fugaz.
Desde el primer momento, algo de aquello se quedó en mi interior, aquél modo de desplazarse que no obedecía a ningún patrón y que iluminaba de manera breve pero intensa el lugar por donde pasaba con sólo reflejarse en los ojos de los allí presentes.

Casi no sabía nada acerca de aquello, pero sin saberlo, aquél zumbido, aquella luz, esa melodía, fue creando en el interior de esta pobre hormiga una ansiedad y una necesidad cada vez mayor de conocer un poco más sobre tan peculiar sujeto.
No sabía bien por qué, pero aquella libélula, tan diferente a todas aquellas que hubiera visto antes en mis viajes a través de diferentes terrenos, provocaba en mí una mezcla de terror, curiosidad y una necesidad cada vez mayor de ser testigo de los fuegos artificiales de sus voleteos, de los incendios provocados por la luz que se filtraba a través de sus alas, tan delicadas y casi transparentes que podían hacer efecto lupa colocándose en la posición adecuada respecto al sol. Podía hacerte arder hasta achicharrarte con solo unas palabras, una mirada, o un silencio.

—Disculpe, señor hormiga —interrumpió la luciérnaga—, debe estar hablando de la libélula de la que habla la leyenda. Dicen que cada cierto tiempo, nos regala su presencia, deslizándose por estos parajes con su vuelo sutil, pero que nadie nunca ha podido siquiera contemplarla más de un segundo sin acabar hecho cenizas.

—Nunca antes había oído hablar de ella —contestó la hormiga—, no conocía la leyenda. Pero, escúcheme bien, creo que nada más verla, supe que llevaba toda la vida buscándola. No era un lugar aquello que buscaba, aquello a donde yo debía pertenecer, si no a ella. Lo sentí desde el primer momento. Había electricidad, y cada vez que intuía su presencia, tenía que hacer un esfuerzo titánico para evitar que cada átomo de mi cuerpo se desplazara a la velocidad de la luz hacia ella.

—¿Me está diciendo que llegó a encontrarse con ella en más de una ocasión? —preguntó la luciérnaga desconcertada—, ¡Eso es imposible!

—Eso pensaba yo. Cuanto más la conocía, más increíble me parecía que quisiera pasar un solo segundo en presencia de una hormiga despistada, perdida, estúpida y desconectada de todas esas cosas a las que se supone que debe estar atada una hormiga de provecho.
Pero ella volvía una y otra vez. Ella volvía sin seguir un patrón regular y yo hibernaba en su ausencia, corría enloquecido cada vez que escapaba de mi campo de visión, temiendo que aquella fuese la última vez que pudiera contemplar ese espectáculo que era su sonrisa, su presencia, el destello de sus pasos y la melodía de su risa.
Supongo que es normal que haya una leyenda, ella es terror y adicción, es terror porque puede destrozarte sin palabras. Puede romperte el corazón con una sonrisa, o puede maldecirte con mil palabras sin emitir un sonido. Terror de perderla. Adicción a su todo, por miedo a caer en la absoluta nada si se marchaba.

—Así que llegó hasta aquí siguiendo a esa libélula…

—A veces siguiéndola. Otras huyendo de ella. A veces huyendo de mí mismo. Supongo que estaba tan asustado de tener algo tan bueno por una vez en la vida, que comencé a correr en círculos enloquecido, así que por un tiempo tuvimos varias colisiones ocasionales. Cuando contemplas su vuelo, el brillo de sus alas se te queda tan adentro…es imposible, nunca voy a poder sacarla de mi cabeza.

Así que si sumamos mi miedo, a mi estupidez, a mi aislamiento y a mi desconexión mental con respecto al resto de habitantes de este lugar, era inevitable que acabara perdiéndola.

—Pero, ¿la tuvo alguna vez? —preguntó brillante—.

—Desde el primer destello. Siempre ha estado aquí —dijo la hormiga llevándose una patita al abdomen—. Pero soy un desastre, señor brillante y estaba tan asustado de no poder corresponder ante tal criatura, que no hice más que desconcertarla y dañarla. La perdí. Y en parte, creo que sería mejor para ella aún, mis miedos y dudas no hacían más que dañarla, y si hay algo que no soportaría jamás, es que perdiera para siempre su destello infinito.

—¿Le abandonó, señor hormiga?

—Nos perdimos. Me perdí. Durante un tiempo todo fue bien, de hecho, llegué a este parque buscando a otra persona muy especial para nosotros. Creíamos que andaba perdido por aquí, así que vine a echar un vistazo, pero al final he acabado perdido yo y no puedo encontrar a ninguno de los dos, ni a la libélula ni al pequeño.

—¡Espere, amigo! Creo que sé de qué me habla. Verá —continuó brillante—, conozco a varios habitantes de este bosque. Hace poco pasó por aquí una cría, no sabría decirle la especie, andaba algo perdido. También buscaba a la libélula de la leyenda, solo que la llamaba “mamá libélula”, como estaba oscureciendo, lo acompañé y le iluminé el camino hasta el agujero de Sarita la cochinita, para que hiciera noche allí.
Al día siguiente, mientras almorzaba en la taberna de Carlitos el gusanito, comenté con algunos de los habitantes del lugar este suceso, y resulta que días atrás, Rosa la liosa, la viuda negra de la zona norte del “bosque”, también se lo encontró tiritando de frío, así que como pudo, le fabricó con sus hebras unos patucos, un gorro, unos guantes y una camiseta interior —imprescindible para las cuatro estaciones—.
Carlitos el gusanito lo vio marchar hace escasos días algo asustado hacia la zona de los matorrales, mientras comenzaba a tejer su capullo, aunque estaba algo somnoliento por culpa de una botella de vino que se había llevado de la taberna, para hacer la tarde más amena. ¡Quizás aún pueda alcanzarlo!

—No creo que quiera verme —contestó la hormiga cabizbaja—, hice daño a la libélula. Ella tampoco quiere verme.

—Estoy seguro de que no lo hizo queriendo, señor hormiga. Por lo que me cuenta —continuó—, ha estado usted tan asustado de que todo acabara en cenizas, que ni siquiera se ha dado la oportunidad de disfrutar del incendio.

—Lo sé. Ahora lo sé. Y si pudiera volver atrás, me abrazaría fuerte a ella, disfrutaría del incendio y, con un poco de suerte, el final sería un par de espectaculares figuras de cenizas fundidas en una abrazo. Pero no puedo volver atrás. No veo solución posible, así que me quedaré a vagar por estos lugares, sin esperar nada.

—¡Siempre hay solución para todo, señor hormiga! —gritó enfadada la luciérnaga mientras la luz de su trasero aumentaba en intensidad—. Le ruego que abandone esa actitud ahora mismo. Póngase en marcha. Busque a la libélula, y al chico.

—Pero es imposible, esto es enorme y hemos salido disparados en diferentes direcciones.

—No hay nada imposible, señor hormiga —insistió a la vez que rebuscaba en una de las ramas cercana—, no si se intenta lo suficiente y si se siente aquí dentro, ¿la lleva usted en su interior? ¿Los desea?

—Más que a mí mismo. Quiero a esa libélula más que a nada en el mundo. Quiero encontrarlos.

—Bien, se me acaba de ocurrir algo —dijo mientras volvía de entre las ramas con hojas secas recogidas en otoño y algún tipo de raíz diminuta y oscura— ¿Sabe ya en qué estoy pensando?

—¡Claro! Voy a sentarme tranquilamente en esta rama y escribiré una y otra vez un cuento sobre las hojas secas, escribiré para ellos una y mil veces y entre todos repartiremos las hojas por todo el “bosque”, y así, si lo encuentran, sabrán que estoy buscándoles desesperadamente. Que yo también estoy perdido y asustado. Que no puedo vivir sin esa libélula. Que estoy muerto de miedo y solo con ella puedo ser feliz.
¡Gracias por su magnífica idea, señor brillante!

—Claro que vamos a hacerlo. Pongámonos patas a la obra, ¡no hay tiempo que perder!

Y así, dentro de lo que en apariencia no era más que un pequeño espacio verde, un jardín de una pequeña ciudad perdida en un inmenso mundo, la hormiga, con la ayuda de la luciérnaga, la araña, el gusano y todos los demás compañeros del lugar, comenzaron a difundir por todo el jardín, mil historias escritas sobre hojas secas. Un grito desesperado, pero de esperanza: “Estoy aquí. Nunca me he marchado. Nunca he dejado de quererte, ni un segundo. Voy a encontrarte. Voy a encontraros.”

*Sigo sin demorarme tratando siempre de recorrerte
  En cualquier esquina mi buena suerte
  Volver a verte, mi buena suerte