lunes, 21 de abril de 2014

Casper, el fantasma asustado

Me siento tan vacío, que supongo que debo estar muerto. Algo sonó a roto, algo explotó en algún lugar y ahora solo hay vacío.
Sí, definitivamente debo estar muerto, y el único motivo por el que sigo pensando, sintiendo, viendo y escuchando, es que debo haberme convertido en un fantasma.

Creo que esa es la definición que más se acerca a lo que ahora mismo soy, a cómo me siento; soy un fantasma. Estoy vagando de un sitio a otro, porque algo se retuerce aquí dentro y quema. Por el nudo en la garganta, ese que no sé deshacer, falté a las clases de juegos de niños durante la infancia, estaba ocupado recogiendo pedazos de mi integridad emocional. Algo que nunca te hubiera ocurrido a ti, estés donde estés (probablemente escondido detrás de algún seto). Soy un fantasma que no puede parar de moverse enloquecido, porque algo se retuerce adentro, así que no se ni lo que hacer. Es imposible parar y mantenerse quieto cuando se siente tanto dolor.

Así que ahora me dedico a vagabundear por todas partes, a ver si encuentro mi aliento, que se me ha escapado por los ojos. Y como buen fantasma, paso desapercibido, soy invisible a sus ojos, me muevo entre ellos totalmente camuflado.
No pueden ver debajo de la sábana, nadie tiene ni la más mínima idea de lo que está ocurriendo debajo, y quizás sea mejor así.
Ellas siguen queriendo esa sábana, siguen rogando encarecidamente poder tenerla cubriendo sus camas, o sus sofás, o colocársela sobre los hombros en algún baño público. Quieren sentirse especiales, poderosas. Quieren sentirse como tú me hacías sentir. Ellos la temen, la envidian, la plagian, la admiran,  o simplemente, no entienden nada de nada.
Todas quieren un poco de la sábana del fantasma, sin importar el infierno que se oculta debajo, el dolor que la hace revolverse enloquecida, la nostalgia convulsa que la convierte en bola de fuego, aquello que la hace estrellarse contra todo en una carrera de autodestrucción. Lo único que les interesa del animal herido, es su piel, todas ellas creen que el fantasma sería un complemento ideal, que las haría mejores, todas menos ella. Todas quieren un poco de Rock and Roll, y como viene ocurriendo desde que el Rock and Roll es Rock and Roll, cuando el fantasma aúlla de dolor pidiendo ayuda, ellas le lanzan sus bragas.

Y ahora que estamos hablando de cosas imposibles -como los fantasmas, como yo, como volver a estar bien, como volver a querer a alguien así, como olvidarte, como volver a ser feliz sin ti-, acabo de recordar una conversación que mantuve el otro día con unos buenos amigos y otra chica más.
El tipo en cuestión estaba jodido, y era un tipo sensible, de esos que solo pueden escribir cuando están enamorados y que nunca llamaría zorra a su chica ni aunque la encontrara en su propio dormitorio, haciendo una recreación con el vecino de al lado de la serie “bonanza”.
Acababa de dejarlo con su chica, y como ocurre en estas ocasiones, uno libera presión lanzando sus inquietudes al aire, y el resto –nosotros, las alimañas morbosas-, opinamos sobre todo. Estábamos sentados en la hierba, y bebíamos, fumábamos y hablábamos de las rupturas en general y de la suya en particular, o sobre poesía, es lo mismo al fin y al cabo. Poesía. Dolor. Ausencia. Es lo mismo.

En un momento dado de la conversación, la chica rubia se abre paso entre la intensa lluvia de indicaciones y consejos estériles que le estaban cayendo encima al tipo, y dice: “¿Has oído hablar de los polvos terapéuticos? –todos nos quedamos en silencio unos segundos-. “Es cierto. Así es como mejor se olvida, después de todo es la mejor terapia” –la apoyó la otra chica-.
No me podía creer lo que estaba escuchando, aquellas chicas –mucho más jóvenes que yo-, hablaban con el brillo intenso de la convicción en sus ojos, se podía intuir tras aquellas miradas lascivas con las que intentaban convencernos de lo efectivo del “sexo terapéutico”, un claro: “No me importaría demostrároslo”.
Sabe Dios que sería el más salvaje activista, si de defender la causa de llevar el sexo como deporte olímpico a las olimpiadas se tratara, pero también soy un tocapelotas al que le gusta llevar la contraria en todo, y también soy un fantasma enamorado. Estaba jodidamente enamorado, como un maldito perro lo estaría de una enorme ristra de salchichas, y lo único que me hubiera resultado terapéutico en esos momentos, habría sido estar con mi chica en la cama, sin ropa, con su cabeza descansando en el hueco de mi pecho.
Comencé a intentar desmontar sus argumentos con una vehemencia brutal, como si me fuera la vida en ello, argumentos que nueve meses atrás habría defendido a pecho descubierto.

-Si acabara de perder a la persona que más hubiera querido jamás en este mundo, estaría hundido, y lo último que me apetecería sería meterme entre las piernas de nadie –dije yo-.

-Eso es lo que tú crees –replicó la rubia-, a mi me funciona, llevo haciéndolo toda la vida y siempre me ha funcionado. Pasas un rato de placer durante el cual, no piensas en la persona que has perdido, y repitiendo esto una y otra vez, cuando te das cuenta, ha pasado el tiempo y la has olvidado. ¿Cómo no puedes creer en ello?-insistía-, igual no lo has estado haciendo bien.

Me largué. Me largué de allí, caminando como la poesía camina entre el gentío hasta llegar a la barra cada noche, en cada bar de la ciudad.
Me largué con la firme convicción de que no existía eso que las chicas llamaban “sexo terapéutico”, si existiera, yo no sería un fantasma ahora.
Un fantasma sin ganas siquiera de probar la magistral fórmula.

Un fantasma.

Una vez, cuando era un niño, fui con los chicos de la clase al cine a ver “Casper, la película”, trataba sobre un niño pequeño que se moría y se convertía después en fantasma. Recuerdo que me senté junto a Lucía, y estaba jodidamente nervioso porque esa mañana en la escuela, durante el recreo, Leticia, su mejor amiga, se me había acercado para confesarme que a Lucía le gustaba yo.
A mí, Lucía me parecía una chica agradable. Era rubia, tenía los ojos claros y siempre parecía triste, creo que esto último se debía en parte a que sus padres eran algo dispersos en lo que a moralidad se 
refiere.

El caso es que estábamos en el cine viendo la película, Lucía estaba sentada justo en el asiento contiguo al mío, yo estaba cada vez más nervioso, sentía que me iba a mear encima cada vez que la sentía moverse en la butaca. Estaba realmente desconcertado, no me hubiera importado besarla, por aquél entonces ya había experimentado algunas cosas con chicas mayores que me estudiaban, impulsadas por el motor de la curiosidad y la sordidez de algunas revistas para adolescentes. Era el hecho de gustarle, lo que me atormentaba, ¿Qué debía hacer yo?, ¿Cómo podía gustarle? Yo, un chico sin hogar. Un chico que vivía con sus abuelos, que iba y venía solo de la escuela desde que tenía uso de razón. El chico que vestía ropa hortera, heredada de sus primos mayores. El chico de las Lely Kelly. El chico de la media sonrisa.

No podía comprenderlo, y aquello que escapa a nuestra comprensión, asusta. Pero no es en Lucía en quien estaba pensando ahora, en mi estado actual de fantasma, aunque –por si a alguien le interesa-, en algún momento de la película, bajo la espesa oscuridad del cine, Lucía apoyó disimuladamente su cabeza en mi hombro.
Arrojó su dorada melena sobre mi hombro, y al principió me invadió el terror, sentía que algo se me desgarraba por dentro.
Aunque rompa la magia del momento, debo confesar que aproximadamente al minuto y medio de que esto ocurriera, la polla se me puso dura como una piedra, dentro de mis pantalones de la talla 10, así que el resto de la película me lo pasé acompañado de una melena dorada y una incómoda erección.
Es algo que me acompañó el resto de mi vida, y que en parte agradezco, porque me evitaba pensar en lo mierda que era todo, y en lo que duele la vida.
Erecciones. Erecciones y el pelo de alguna chica joven y guapa, como dos cometas condenados a colisionar una y otra vez durante el resto de la eternidad.

Creo que hay un motivo claro, por el que mi mente de fantasma ha vuelto hasta aquél cine, un motivo más allá de Lucía o mis erecciones. Me parece que el fantasma se ha arrastrado sobre sus recuerdos hasta llegar a ese cine, porque al salir de la sala con Lucía de la mano, hacia la deslumbrante luz del sol, pensé y deseé con todas mis fuerzas ser un fantasma, ser invisible como el chico-fantasma de la película.
Mientras caminaba de regreso a casa, no podía parar de imaginar mi vida siendo un chico invisible, de disfrutar en mi mente de todas las ventajas que ello conllevaría: entrar en las jugueterías sin ser visto y salir con todos esos juguetes que nunca me regalaría nadie, comer todas las chucherías de cualquier kiosco, descubrir qué ocurría cuando se cerraban las puertas en esa habitación en la que se encerraban mis padres a “la hora de los gritos”.

Luego, de adolescente, continué soñando a veces con tener esa capacidad, aunque el uso que pensaba darle por aquél entonces, era bastante menos noble.

Ahora soy un fantasma, ya estoy muerto. Ahora por fin lo soy, y tengo mucho miedo, más que de los fantasmas.

Soy un fantasma icono de la indefensión aprendida. Un fantasma que no se va a mover del sitio, aunque desee con todas sus fuerzas deslizarse a través de la noche, hasta tu casa, aunque desee llegar hasta allí para abrazarte, para mirarte desnuda, para besarte en la frente. Y en el cuello. Y lamerte la oreja despacio, para que sientas su cálida lengua.

Pero no voy a hacerlo. Este fantasma no va a moverse. No voy a hacerlo porque ahora estoy asustado y hasta tengo miedo de mi propia vida, ahora que estoy en la muerte.
Porque tengo miedo de desplazarme hasta tu cama y ver esa mirada que pones, la que acompañas de una sonrisa traviesa cuando estás justo ahí debajo, antes, durante o después de “comerme a besos”.
Tengo miedo de ver allí esa mirada, y no ser yo quien se refleja en tus ojos. Tengo miedo de encontrarte allí hablándole, dándole placer, recibiéndolo.
Me aterra más que nada en el mundo encontrarte allí, totalmente dormida, abrazando con fuerza a otro tipo, apretándole, aferrándote a él desde tu sueño, mientras sonríes y te retuerces en espasmos, durmiendo abrazada a él, plácidamente, después de haberte corrido varias veces.
No quiero encontrarme con que estés allí con otro tipo, deslizándote al mundo de los sueños, tal y como lo hacías conmigo, totalmente acoplada, desde la planta de los pies, hasta la cabeza.

No podría soportarlo, me moriría, si es que un fantasma puede morir de nuevo.

Tengo miedo de perder lo que no tengo. Lo que nunca he tenido.

Soy un fantasma aterrador, totalmente aterrorizado.

Soy un fantasma.

Y ahora, debo largarme. Debo largarme, buscaré algún viejo cementerio, o algún castillo en ruinas, y me esconderé en cualquiera de sus esquinas. Debo largarme. Porque hay cuestiones en las que se trata de “todo o nada”, sin medias tintas.

A veces, sencillamente no hay nada demasiado inteligente que decir acerca de la muerte.


Nada.

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