lunes, 7 de abril de 2014

Colisión

A veces, cuando salgo a pasear a mi perro a última hora de la noche, se me ocurren cosas increíbles. A veces me encuentro formulando en mi mente, mientras camino por las calles desiertas, frases espectaculares que podría utilizar en alguno de mis textos, pero luego, llego a casa, me siento delante de la máquina, y no recuerdo ni una sola de ellas.

Así que voy a contar lo siguiente:

Tengo una memoria de mierda, y un sentido de la orientación realmente pésimo, y una capacidad de perspectiva espacio-temporal horrible. No me gusta el deporte.

Y lo único que puedo recordar ahora mismo es algo que me pasó una vez, ayer, no, hace mil años, no sé, me he vuelto a equivocar.

De cualquier modo, esa tarde en la que apretaba el calor, yo me moría de frío, supongo que el hecho de que el último alimento que había ingerido en las últimas veinticuatro horas fuese un helado, tiene bastante que ver. Dice mucho de cómo estaban las cosas por ahí dentro, entre las costillas, pecho adentro.

Salí sin peinarme ni ducharme, aproveché que la casa se encontraba en silencio, así no tendría que cruzarme con ninguno de esos que conspiraban ahí afuera. Esos que se preguntaban por dentro y entre ellos, el por qué de los golpes, de la puerta cerrada durante un día entero, del ayuno, de la ausencia del rasgueo de mi guitarra. Mi silencio les daba vida al proporcionarle un hálito de pulso, de novedad, un asunto sobre el que especular.
Se habían marchado, o habían muerto todos, ¿qué más da? O quizás había muerto yo…no, no puede ser eso, me sentía demasiado vacío. Si hubiera muerto  habría estado asándome en el infierno, mientras Ramoncín interpretaba su súper éxito: el rey del pollo frito.

La cuestión es que salí de la habitación, y al otro lado estaba mi perro, esperando justo detrás de la puerta —casi tropiezo con sus ojos tristes—.

—Ya era hora de que saliera al menos una parte de ti —dijeron sus retinas—, me tenías preocupado.

—Lo siento, tío, no quería preocuparte. ¿Una parte de mí? —Pregunté extrañado—, no te preocupes chaval.

—Sí. Estás raro, ¿no oyes mis uñas? —Preguntó—, me estoy aferrando al suelo para no ser devorado por el agujero negro que llevas ahí dentro.

—Ey, te he dicho que no te preocupes —me agaché para acariciar su calva cabecita—, no nos va a devorar el vacío, tu eres ese tapón imprescindible que llegó para evitar que fuese arrastrado ahí dentro para siempre.

—Conmigo no tienes que fingir, yo no soy ningún tapón, y si es un chiste acerca de mi sobrepeso, no tiene ni puta gracia. Los dos sabemos de lo que te hablo, los que han estado pasando por delante de esta puerta todo el día preguntándose qué le ocurriría a ese extra de “The Walking Dead” que llegó anoche a las 22:00 y se encerró ahí en silencio, también saben que no se trata del vacío de siempre.
Parece como si se hubieran colado en tu casa, hubieran ocupado tu salón se hubieran tirado a tu mujer y luego hubiesen arrojado el viejo piano blanco por el balcón.

—Estoy bien. Debo haber pillado algún virus, solo es eso.

—Bien, entonces sácame a dar una vuelta si no es mucho pedir —dijo—, tengo caquita.

Como ya he dicho, salimos a la calle, mi perro desnudo, y yo sin duchar, sin peinar, casi sin oír mis propias pisadas sobre el mármol del silencioso portal.
Como hace habitualmente, bajó por las escaleras a toda velocidad y comenzó a arañar la puerta de salida, y al otro lado, trataba de encajar la llave mi vecina del segundo, esa de los tatuajes —siempre he pensado que en su otra vida (seguramente, nada más llegar al país y antes de casarse con su marido actual), debió ser estríper. Venía de correr, en mallas, algo sudada y cuando pulsé el interruptor, empujó la puerta. Ella esperó a que yo me acercara y mi perro la bordeó y corrió hacia los jardines.

—Hola, cielo —saludó con su acento y entre gemidos—, ¿recién te despertaste?

—Buenas tardes —contesté, y ahora que la podía mirar sin el cristal de la puerta entre nosotros, mis ojos se desplazaron a esas ajustadísimas mallas y la brecha que dejaba ver con claridad entre sus piernas. No sé por qué, comencé a pensar en el gran cañón—. Se podría decir que me han despertado.

—Hace una tarde lindísima —continuó—, páselo lindo, mi amor.

—Gracias.

Cuando salí a la calle, al contemplar los colores que teñían el cielo, tomé conciencia de que la tarde iba llegando a su fin. Habían pasado casi veinticuatro horas desde que llegara por partes, hecho pedazos y a través de Fed Ex, el día anterior a casa.

El sol se encontraba a punto de ocultarse, en ese punto en el que se vuelve naranja y el cielo comienza a tomar colores extraños, oníricos. Comienza a difuminarse por segundos, a expandirse, a eyacular, a vibrar enloquecido.
Empecé a pensar en que cada atardecer es como un polvo, en  que en ese cielo con esos colores cambiantes debe ser algo parecido a lo que ocurre en nuestro cerebro mientras hacemos el amor con alguien a quien amamos, esos polvos especiales, esos después de los que te quedas abrazado (y abrasado) a la otra persona, mirándola a los ojos, desnudo (en todos los sentidos) y comienzas a interactuar. Esos momentos, cuando recién corridos y relamiéndote el corazón, se rompe el filtro y no puedes parar de decirle cuánto la/lo amas, cuando intercambias esto al segundo por una conversación absurda o simplemente comenzáis a cantar la canción más estúpida del mundo. Esa que la hace sonreír, y por lo tanto, da cuerda al mundo.

También recordé puestas de sol que había mirado en ocasiones con una buena amiga. Recuerdo que habíamos llegado a la conclusión de que lo que ocurre al final de la tarde, es que el sol se da cuenta de que el día llega a su fin, y mientras que durante la jornada se había tomado su tiempo para sobrevolar nuestra desdicha, ahora que saboreaba el final, se dirigía al ocaso a velocidad de vértigo.

No pude evitar envidiar al sol. Se salva a tiempo, antes de que nadie venga a decirle que se marche, él se larga dignamente, como si alguien le hubiese prevenido de que no se quedara, que iba a  ser eclipsado por la luna, que se iba a enganchar, que era preciosa pero cruel, que si la miraba, nunca podría olvidarla, quedaría atrapado para siempre. Alguien debe haber avisado al sol.

Quizás a mí también me hayan avisado de algún que otro final, pero yo nunca escucho. Nunca escucho. Así que seguí los pasos de mi perro parlante y me adentré en ese parque que tanto le gusta y que ahora se encontraba desierto, mientras los colores seguían cambiando. Los colores se follaban, y tras el orgasmo final, caía la noche.

Yo llevaba la noche dentro, pero sin orgasmo de ninguna clase, pura imposición.

Mientras estábamos allí, en ese parque —yo sentado en un banco, y perro-calvo-y-hablador, olisqueando y meando por doquier—, distinguí la silueta de un tipo que paseaba también a su perro. Era un tipo cuya compañía no me resultaba agradable, nunca lo había hecho, pero era el tipo de persona que piensa justo lo contrario, piensa que te salva el día con su compañía y su conversación.
Soy un tipo que sigue a raja tabla esa máxima de “búsqueda incesante del placer y evitación total del displacer”, así que en condiciones normales habría huido del banco al ver que se dirigía hacia allí. No podía huir. No cuando el agujero negro había absorbido las fuerzas y las ganas, así que me quedé sentado y el tipo, sin dudarlo un segundo se desentendió de su mascota para sentarse junto a mí.

—Hace tiempo que no te veo, chaval —comenzó—. Estás perdido.

—Si, nací así.

— ¿Qué tal te va todo? —continuó en el mismo tono risueño—.

—Bueno….va —contesté—.

—Vaya pintas llevas, ¿vienes de empalme?

—Hace tiempo que persigo un empalme, pero creo que me han abandonado.

—Uffff —exclamó—ese asunto es serio.

—Puede ser.

—Oye, ¿Qué tal te va la carrera?

—Bien, eso va bien, algo tenía que ir bien.

— ¿Algo tenía que ir bien? ¿Problemas con “la chavalita”?

— ¿He dicho yo eso? —contesté—.

—Bueno, no lo has dicho pero…—titubeó—, no te lo tomes a mal, pero ¿esa chavala es un poco rara, no? Se la ve rara. A ver, que todas las tías son raras, no hay quien las entienda, pero ella…no sé, no tiene que ser fácil.

—Ah.

Aguardó unos minutos con ojos escrutadores, aguardando a que yo alimentase su morbosa curiosidad, con los mismos ojos con los que aguarda una paloma en un parque, frente a un niño con una bolsa de comida para palomas, que indeciso, acerca poco a poco la palma de su mano hacia el lugar donde esta se encuentra.

Ante mi silencio inmutable, continuó:

—Tú estudiabas psicología, ¿verdad?

—Sí —dije casi sin emitir un sonido—.

—A mí me gustaba mucho, he estado varias veces pensando en matricularme, pero realmente, no tiene mucha salida, ¿no?

—Bueno, si estás buscando una salida, déjame decirte que a mí solo se me ocurre una, pero estoy esperando un poco, quiero un funeral sonado, como el de una folclórica.
Esa es la única salida. Todo lo demás es caminar en círculos, entre alambre de espinos, arrastrar la nostalgia y la pérdida hasta que te decides a cruzar la puerta sobre la que un neón indica “EXIT”.

—Joder, cómo estamos…—dijo en tono estúpido—, esa tía es muy rara, te tiene hecho mierda, no se…es la impresión que me ha dado, tampoco he hablado demasiado con ella, pero…

—Tengo que irme —le interrumpí levantándome del banco—.

— ¿Ya te vas? Bueno, a ver si nos vemos otro día.

—Por supuesto —dije mientras pensaba que antes me arrancaría los ojos, y me largué—.

Me largué todavía pensando en el Sol, había saltado a tiempo, por eso era de noche, una noche limpia en la que se podían ver las estrellas.

Si yo hubiese sido el sol, me habría dejado pedazos por todas partes sembrando la confusión en el transeúnte. Arcoíris en mitad de la noche estrellada. Pedazos de sol arrancados.

Me largué de allí mientras me largaba por dentro, y en mi vacío, solo dos voces resonaban.

Dos voces post coito que tarareaban una ridícula canción.

Dos voces, y una, era la de un alma volcada sobre un colchón, entregándose, al orgasmo, a la risa, al te quiero, y a la estúpida canción. De corazón.

Y pensando en que una vez, el autor de la canción me preguntó por qué nunca se me veía feliz cuando se suponía que debía estarlo, cuando conseguía algo bueno.

Le contesté, que si algo había aprendido era que no hay BIEN, que por MAL no venga, que cada vez que he tenido algo que sentía que merecía la pena, lo he perdido o ha resultado ser defectuoso. 

¿Cuántas veces ha sido eso? —me preguntó—.

Una —le respondí—, ayer. Ahora. Hace mil años. Me he vuelto a equivocar.
Una, y ha sido más que suficiente.



La estúpida canción.


Y un camión que transportaba zapatos de señora de firma (muy muy caros), estrellándose de frente con un tipo en moto.

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