lunes, 14 de abril de 2014

La búsqueda (mira dentro)



Cada año, con la llegada de la primavera, la vida brota como por arte de magia en los rincones más inesperados. Incluso en aquellas esquinas más yermas e inhabitadas durante la gélida estación del invierno, todo comienza a cubrirse de un verde salvaje que se abre paso, irreverente, entre raíces congeladas, hojas caídas, y tierra seca.
Y la vida llama a la vida, así que todo el mundo es arrastrado a las calles.
Las tardes se alargan y los parques se llenan de niños, se llenan de sueños y de sol.

La vida surge irrefrenable en cada rincón, y si nos acercamos al interior de un parque cualquiera, descubriríamos que incluso el interior de un pequeño jardín, puede ejercer de escenario para alguna forma de vida. Un pequeño rincón del mundo, puede albergar en su interior un universo lleno de historias.
 
Nos acercaremos a este.

—Le veo un poco perdido—se escuchó desde algún lugar entre las sombras de las hojas, en el interior del “bosque”—, ¿Puedo ayudarle, señor hormiga?

—¿Quién habla? —preguntó la hormiga con desgana—.

De entre las sombras de las hojas de unos pequeños matorrales, comenzó a deslizarse una pequeña luminiscencia que iba arrojando luz a su paso.

—Me llaman “brillante”, soy una luciérnaga —contestó—, ¡Vaya aspecto tiene, hormiga! Se lo voy a repetir —continuó—: ¿puedo ayudarle en algo?, parece perdido.

—Sí…¡No!...Bueno…Quizás —titubeó la hormiga—. ¿Tiene algo que cure la estupidez? —preguntó con pesar—. Eso me vendría genial.

—Vaya….sí que parece perdida…y asustada —continuó la luciérnaga—, ¿qué le trae por estos bosques?

—Es una larga historia, creo que estoy buscando algo, o al menos eso hacía al principio, pero no quiero hablar de eso. Disculpe si le he molestado, brillante. Debo seguir mi camino.

—En serio —insistió—, ¡Déjeme ayudarle!

—¡Ni hablar! —exclamó la hormiga—. Encontraré el camino sólo, las hormigas somos fuertes y no necesitamos ayuda, podemos levantar diez veces nuestro propio peso.

—He conocido alguna hormiga, y sí, son fuertes, pero en ocasiones, a pesar de poder cargar un peso diez veces mayor que el suyo propio, se han quedado clavadas en un lugar sin poder moverse, aterradas, incapaces de cargar con su propia estupidez ni con su ego. 
Y lo que es aún peor —añadió—, han perdido cosas importantes, porque si ni la propia hormiga podía cargar con tanta estupidez, ¿quién iba a hacerlo por ella? Ya deberían quererle mucho para soportar tanta tontería.
Y bien, ¿Va a contarme su historia?

—Está bien, brillante —se quejó la hormiga, mientras se desplazaba hasta el centro de una pequeña rama que se encontraba entre las hojas, para tomar asiento—, si insiste.

Llegué hasta este inmenso jardín por casualidad, mientras paseaba a una de mis pulgas domésticas, ya sabe que son unas de las mascotas favoritas de las hormigas.
Nunca he pertenecido a ningún hormiguero, y a pesar de ser una hormiga, y de haberme intentado adaptar a varios de los hormigueros de aquí y de allá, no comparto los intereses ni aficiones, ni estilos de vida y pensamiento que imperan en los nidos de los de mi especie.
Así que me dedicaba a recorrer poco a poco todo el terreno posible, experimentando y probando una y otra vez hasta darme cuenta de que ese no era mi sitio.

Un día, mientras paseaba absorto y despistado, inmerso en mis pensamientos de hormiga guitarrista —lo aprendí de una cigarra—, atrajo mi atención una extraña melodía, un sonido diferente. Miré intrigado hacia todas partes intentando descubrir qué era lo que emitía aquella especie de zumbido, y esas primeras veces solo pude atraparlo de reojo, pasaba fugaz. Había algo o alguien que se deslizaba frágil y delicada por estos lugares de manera discreta, impredecible, intrigante, imposible de capturar, como una especie de estrella fugaz.
Desde el primer momento, algo de aquello se quedó en mi interior, aquél modo de desplazarse que no obedecía a ningún patrón y que iluminaba de manera breve pero intensa el lugar por donde pasaba con sólo reflejarse en los ojos de los allí presentes.

Casi no sabía nada acerca de aquello, pero sin saberlo, aquél zumbido, aquella luz, esa melodía, fue creando en el interior de esta pobre hormiga una ansiedad y una necesidad cada vez mayor de conocer un poco más sobre tan peculiar sujeto.
No sabía bien por qué, pero aquella libélula, tan diferente a todas aquellas que hubiera visto antes en mis viajes a través de diferentes terrenos, provocaba en mí una mezcla de terror, curiosidad y una necesidad cada vez mayor de ser testigo de los fuegos artificiales de sus voleteos, de los incendios provocados por la luz que se filtraba a través de sus alas, tan delicadas y casi transparentes que podían hacer efecto lupa colocándose en la posición adecuada respecto al sol. Podía hacerte arder hasta achicharrarte con solo unas palabras, una mirada, o un silencio.

—Disculpe, señor hormiga —interrumpió la luciérnaga—, debe estar hablando de la libélula de la que habla la leyenda. Dicen que cada cierto tiempo, nos regala su presencia, deslizándose por estos parajes con su vuelo sutil, pero que nadie nunca ha podido siquiera contemplarla más de un segundo sin acabar hecho cenizas.

—Nunca antes había oído hablar de ella —contestó la hormiga—, no conocía la leyenda. Pero, escúcheme bien, creo que nada más verla, supe que llevaba toda la vida buscándola. No era un lugar aquello que buscaba, aquello a donde yo debía pertenecer, si no a ella. Lo sentí desde el primer momento. Había electricidad, y cada vez que intuía su presencia, tenía que hacer un esfuerzo titánico para evitar que cada átomo de mi cuerpo se desplazara a la velocidad de la luz hacia ella.

—¿Me está diciendo que llegó a encontrarse con ella en más de una ocasión? —preguntó la luciérnaga desconcertada—, ¡Eso es imposible!

—Eso pensaba yo. Cuanto más la conocía, más increíble me parecía que quisiera pasar un solo segundo en presencia de una hormiga despistada, perdida, estúpida y desconectada de todas esas cosas a las que se supone que debe estar atada una hormiga de provecho.
Pero ella volvía una y otra vez. Ella volvía sin seguir un patrón regular y yo hibernaba en su ausencia, corría enloquecido cada vez que escapaba de mi campo de visión, temiendo que aquella fuese la última vez que pudiera contemplar ese espectáculo que era su sonrisa, su presencia, el destello de sus pasos y la melodía de su risa.
Supongo que es normal que haya una leyenda, ella es terror y adicción, es terror porque puede destrozarte sin palabras. Puede romperte el corazón con una sonrisa, o puede maldecirte con mil palabras sin emitir un sonido. Terror de perderla. Adicción a su todo, por miedo a caer en la absoluta nada si se marchaba.

—Así que llegó hasta aquí siguiendo a esa libélula…

—A veces siguiéndola. Otras huyendo de ella. A veces huyendo de mí mismo. Supongo que estaba tan asustado de tener algo tan bueno por una vez en la vida, que comencé a correr en círculos enloquecido, así que por un tiempo tuvimos varias colisiones ocasionales. Cuando contemplas su vuelo, el brillo de sus alas se te queda tan adentro…es imposible, nunca voy a poder sacarla de mi cabeza.

Así que si sumamos mi miedo, a mi estupidez, a mi aislamiento y a mi desconexión mental con respecto al resto de habitantes de este lugar, era inevitable que acabara perdiéndola.

—Pero, ¿la tuvo alguna vez? —preguntó brillante—.

—Desde el primer destello. Siempre ha estado aquí —dijo la hormiga llevándose una patita al abdomen—. Pero soy un desastre, señor brillante y estaba tan asustado de no poder corresponder ante tal criatura, que no hice más que desconcertarla y dañarla. La perdí. Y en parte, creo que sería mejor para ella aún, mis miedos y dudas no hacían más que dañarla, y si hay algo que no soportaría jamás, es que perdiera para siempre su destello infinito.

—¿Le abandonó, señor hormiga?

—Nos perdimos. Me perdí. Durante un tiempo todo fue bien, de hecho, llegué a este parque buscando a otra persona muy especial para nosotros. Creíamos que andaba perdido por aquí, así que vine a echar un vistazo, pero al final he acabado perdido yo y no puedo encontrar a ninguno de los dos, ni a la libélula ni al pequeño.

—¡Espere, amigo! Creo que sé de qué me habla. Verá —continuó brillante—, conozco a varios habitantes de este bosque. Hace poco pasó por aquí una cría, no sabría decirle la especie, andaba algo perdido. También buscaba a la libélula de la leyenda, solo que la llamaba “mamá libélula”, como estaba oscureciendo, lo acompañé y le iluminé el camino hasta el agujero de Sarita la cochinita, para que hiciera noche allí.
Al día siguiente, mientras almorzaba en la taberna de Carlitos el gusanito, comenté con algunos de los habitantes del lugar este suceso, y resulta que días atrás, Rosa la liosa, la viuda negra de la zona norte del “bosque”, también se lo encontró tiritando de frío, así que como pudo, le fabricó con sus hebras unos patucos, un gorro, unos guantes y una camiseta interior —imprescindible para las cuatro estaciones—.
Carlitos el gusanito lo vio marchar hace escasos días algo asustado hacia la zona de los matorrales, mientras comenzaba a tejer su capullo, aunque estaba algo somnoliento por culpa de una botella de vino que se había llevado de la taberna, para hacer la tarde más amena. ¡Quizás aún pueda alcanzarlo!

—No creo que quiera verme —contestó la hormiga cabizbaja—, hice daño a la libélula. Ella tampoco quiere verme.

—Estoy seguro de que no lo hizo queriendo, señor hormiga. Por lo que me cuenta —continuó—, ha estado usted tan asustado de que todo acabara en cenizas, que ni siquiera se ha dado la oportunidad de disfrutar del incendio.

—Lo sé. Ahora lo sé. Y si pudiera volver atrás, me abrazaría fuerte a ella, disfrutaría del incendio y, con un poco de suerte, el final sería un par de espectaculares figuras de cenizas fundidas en una abrazo. Pero no puedo volver atrás. No veo solución posible, así que me quedaré a vagar por estos lugares, sin esperar nada.

—¡Siempre hay solución para todo, señor hormiga! —gritó enfadada la luciérnaga mientras la luz de su trasero aumentaba en intensidad—. Le ruego que abandone esa actitud ahora mismo. Póngase en marcha. Busque a la libélula, y al chico.

—Pero es imposible, esto es enorme y hemos salido disparados en diferentes direcciones.

—No hay nada imposible, señor hormiga —insistió a la vez que rebuscaba en una de las ramas cercana—, no si se intenta lo suficiente y si se siente aquí dentro, ¿la lleva usted en su interior? ¿Los desea?

—Más que a mí mismo. Quiero a esa libélula más que a nada en el mundo. Quiero encontrarlos.

—Bien, se me acaba de ocurrir algo —dijo mientras volvía de entre las ramas con hojas secas recogidas en otoño y algún tipo de raíz diminuta y oscura— ¿Sabe ya en qué estoy pensando?

—¡Claro! Voy a sentarme tranquilamente en esta rama y escribiré una y otra vez un cuento sobre las hojas secas, escribiré para ellos una y mil veces y entre todos repartiremos las hojas por todo el “bosque”, y así, si lo encuentran, sabrán que estoy buscándoles desesperadamente. Que yo también estoy perdido y asustado. Que no puedo vivir sin esa libélula. Que estoy muerto de miedo y solo con ella puedo ser feliz.
¡Gracias por su magnífica idea, señor brillante!

—Claro que vamos a hacerlo. Pongámonos patas a la obra, ¡no hay tiempo que perder!

Y así, dentro de lo que en apariencia no era más que un pequeño espacio verde, un jardín de una pequeña ciudad perdida en un inmenso mundo, la hormiga, con la ayuda de la luciérnaga, la araña, el gusano y todos los demás compañeros del lugar, comenzaron a difundir por todo el jardín, mil historias escritas sobre hojas secas. Un grito desesperado, pero de esperanza: “Estoy aquí. Nunca me he marchado. Nunca he dejado de quererte, ni un segundo. Voy a encontrarte. Voy a encontraros.”

*Sigo sin demorarme tratando siempre de recorrerte
  En cualquier esquina mi buena suerte
  Volver a verte, mi buena suerte

No hay comentarios:

Publicar un comentario