miércoles, 8 de enero de 2014

Destello plateado

Caminaba de regreso a casa bajo aquél manto de estrellas que cubría la noche de un agonizante otoño, cuando un recuerdo me asaltó como si fuera un perro hambriento en un oscuro callejón.
Me mordió con la imagen de un niño pequeño que miraba hacia la noche con algo parecido a la nostalgia -si es que ese estado puede darse a tales edades-, a través de la ventana.

Después de contemplarlo durante unos segundos caí en la cuenta: aquél niño era yo, hace algún tiempo.

Cuando no era más que un niño, algunas noches de invierno me pasaba horas enteras mirando a través de la ventana. Me gustaba quedarme ahí parado, simplemente contemplando el transcurrir de los segundos, minutos y horas, a través de las noches de invierno.
A veces, jugaba a que podía sostener la luna entre mis manos, me gustaba jugar a adoptar posiciones en las cuales se producía el efecto óptico de que podía mecer a esa pálida luna invernal entre mis manos.

Solía hacerlo bastante a menudo, y el tiempo se pasaba volando mientras me encontraba allí, en su compañía, acariciándola, elevándola, hablándole.
En aquél entonces pensaba que lo hacía por ella; estaba tan sola allí, flotando en la inmensa oscuridad, tan lejos de todo.
era juzgada constantemente por las estrellas, podía sentir sus heladas miradas a través del firmamento, lejanas, distantes, crueles.
Asomarme a la ventana y contemplarla allí arriba me hacía sentir bien, triste, pero bien. Aunque pueda parecer contradictorio, hay personas que han encontrado alguna vez en la tristeza, su hogar, su refugio.

Durante algún tiempo creí que aquella tristeza estaba siendo provocada por la desoladora imagen de aquél solitario satélite y su situación, pero luego empecé a comprender que la realidad era totalmente diferente a eso. Había algo oculto detrás.
En realidad, mi tristeza no era una cuestión de empatía hacia la luna y su situación, ni tampoco era un acto de solidaridad el asomarme allí para sentirme cerca de ella.
El motivo por el que me invadía aquella tristeza, era que a pesar de salir allí aquellas noches a ofrecerle mi compañía y pasar con ella esos momentos de intimidad, a pesar de compartir mi soledad con la suya durante aquellas nocturnas veladas, a pesar de sostenerla entre mis manos, nunca había tenido la menor oportunidad real de llegar ni tan siquiera a rozarla. 
Todo era una ilusión.

Nunca había tenido ese placer realmente, aquello nunca había ocurrido, solo era un juego de perspectivas, el sueño de otro, una silueta interpretada por la mente de un loco, el delirium tremens de un solitario borracho que vaga mendigando un poco de amor y vomitando soledad por todas las esquinas de la ciudad.
Solo había sido una ilusión. Había sido el sueño de un imposible. Una ilusión. sentía dolor por la pérdida de algo que nunca me había pertenecido. extrañaba momentos que nunca habían tenido lugar fuera de mi imaginación.
Un juego de sombras chinescas en la habitación del abuelo una tarde de verano con las primas y el tío D.
Solo una ilusión, como la idea de que tu y yo alguna vez tuvimos algo.
Como la idea de que alguna vez podríamos tener algo.
Como ese extraño intruso sentimiento que de algún modo incomprensible, aún sigue ahí, aún se aferra a mi interior y se muestra inextirpable, y me susurra cada noche a través de los labios del viento, que en el fondo, aún queda algo entre tu y yo.

Una dolorosa ilusión, como la idea de que alguna vez estuve a menos de diez mil millones de Kilómetros de tu corazón.
Una ilusión. Un sueño. Pensar que alguna vez tuvimos alguna oportunidad.
El sueño de que alguna vez, en algún lugar de un mundo cualquiera, me creíste digno de ti.



Buenas noches. Y dulces sueños. Keep on Dreaming,





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