sábado, 15 de febrero de 2014

Antes de que amanezca

Solo la pobre luz de un flexo iluminaba la pequeña estancia, arrojando la sombra de un aro de metal alrededor del que giraban en un movimiento circular y continuo, una serie de llaves que ordenadamente se desplazaban por él.
Un débil tintineo rítmico rompía el silencio de la madrugada cada vez que el orden se interrumpía a merced de la inquieta voluntad del conserje de noche, y las pequeñas llaves metálicas se estrellaban entre sí.

Conserje de noche. Es así como le gustaba llamarse a sí mismo, a pesar de que a veces su turno de trabajo se expandía a través de horas matutinas.
A veces los días pasaban sin que él lo percibiera, solo existía para la noche. Solo existía aquella pequeña sala, aquél mostrador y el esporádico transitar de algún vecino trasnochado.
Se consideraba un tipo con experiencia, y es que ese espectro vestido de traje que hacía sonar las llaves sentado detrás del mostrador, vestido con un elegante traje beige que nadie le obligaba a llevar, tenía muchas historias a sus espaldas, muchos cadáveres en el armario. 
Ese tipo alto y delgado, ese hombre elegantemente siniestro como una sombra alargada a la salida de un teatro, una noche de invierno, llevaba años refugiandose en la noche y en lo que esta le deparaba. Los días pasaban fugaces. Días no vivídos.

A veces simplemente no pasaba nada, de hecho, ahora mismo reza a ese Dios en el que no cree para que así sea. 
Reza para que Inés, la ninfómana del 3ºA, no baje esta noche envuelta en una bata de seda, sin ropa debajo y se coloque sobre el mostrador con alguna excusa idiota, y se quede mirando con esos ojos vacíos, como su alma, ojos de pez, a su entrepierna.
Hacía años que ese tipo flaco, elegante y atractivo al estilo de los viejos poetas, esos de puños cerrados y que nunca lloran, ocupaba el puesto de portero de noche. Hacía muchos años que su entrepierna había sido contemplada lascivamente por la mirada escrutadora de multitud de Inés(es), Claudias, Saras, Marías, Elenas y demás aves nocturnas ávidas de pollas. Siempre había cedido. Siempre las había complacido.

Ahora era diferente. El viejo reloj de pared acababa de marcar las cuatro de la madrugada, y el conserje de noche levantaba la cabeza de un amarillento folio en el que acababa de escribir un poema -era su vieja vocación frustrada, la de escritor-, para su chica, aunque a veces le daba miedo llamarla así. "Su chica". Siempre había sido de todo, menos suya, y el la deseaba con todas sus fuerzas, la amaba por encima de todo.

No estaba satisfecho con el poema. No estaba satisfecho con su vida. No estaba satisfecho con nada en esos momentos. Un maldito poema. 
En esos momentos deseaba que fuera el poema definitivo, uno que le hiciera realmente famoso, o que al menos, todas las chicas de la comunidad leyeran, para que comprendieran que el conserje de noche ya no era un bien comunitario, que ahora se arrastraba siguiendo la estela de un cometa que recorría loco, sin rumbo fijo, impredecible, el cielo nocturno.
Eso había intentado contar -quizás sin mucho acierto-: Te quiero muchísimo, eres lo mejor que he encontrado nunca en ninguna comunidad en la que me haya arrastrado, en la que haya taladrado cientos de coños hambrientos. Esta black and Decker te quiere, y es tu agujero el único que quiere taladrar, y tienes que creerme. Y tienes que perdonarme por lo de esta tarde, pero es que nunca he deseado ser más que el conserje de noche, nunca he deseado ser propietario, pero contigo firmaría, me hipotecaría. Perdóname. Te quiero, muchísimo más de lo que pudieras imaginar. Muchísimo más de lo que me gustaría. Demasiado para que podamos salvarnos.

Se enciende un cigarrillo y vuelve a leerlo, recitándolo como si estuviera leyendo un poema de cualquier otro autor, sintiéndolo, como si al leerlo en voz alta rogara para que ella lo escuchase y comprendiese.

La propiedad privada, había sido tan ajeno a ese concepto durante tanto tiempo, había usurpado y disfrutado de los placeres de ellos sin llegar a ser propietario durante tanto tiempo, ahora resultaba agotador. Resultaba asfixiante la idea de no poder desprenderse de ello.
Nunca había revelado información personal, y eso era parte de su magia, parte del encante del misterioso animal nocturno, pero ahora había información que era de vital importancia transmitir:
"Eh, coños del mundo, coños que me habéis dado refugio en alguna ocasión, coños hospitalarios a los que se llega tras recorrer largas y seductoras piernas, no voy a volver a vosotros. Se acabó la campaña solidaria. Quiero anular mi tarjeta de donante de placer. Quiero declararme propiedad privada."

Comenzaba a sentirse realmente deprimido, cosas que ocurren a ciertas horas de la noche, la creatividad se dispara, la nostalgia muerde, y si has hecho llorar al huracán durante la tormenta, ahora eres tu quién contiene las lágrimas, ahora toca apretar los dientes y maldecir tu estupidez.
Puso la radio, a un volúmen muy muy bajo, y tras recorrer el dial en una búsqueda desesperada, se encuentra con algo que de verdad le hace sentir bien, algo que parece que ese cantautor ex-heroinómano estuviese cantando para él: "Y es que tiemblo al comprender que puedo cometer un nuevo error y ver cómo el amor se te apaga. Y es extraño comprobar cómo una vez más una nueva mañana nace y tú, aún me quieres".

Quizás había llegado el momento de dejar ese maldito puesto, de buscar algo diferente. quizás la hora del portero de noche había acabado, había otras cosas que sabía hacer medianamente bien.
De cualquier modo, una noche más debía completar su jornada, hacer lo que hace, aguardar en su puesto para ejercer de cicerone de cualquier propietario que llegara de vivir una vida normal. ¿Cómo podía anhelar una vida normal a estas alturas? No, no era eso lo que anhelaba.

Había llegado esa hora de la noche en la que salir a la puerta de la calle a respirar un poco de aire, ya no creía que nadie más pudiera reclamar sus servicios, y a veces, hasta el portero de noche necesita respirar.
Ni un alma por las calles. Ni una luz encendida en los edificios que enfrentan al portal. Solo la oscuridad, el fuego del cigarro (y el de su interior) y la luna, ni rastro del cometa (debe haberse largado, no es para menos), de cualquier modo, ¿Qué iba a tener un portero de noche, una alimaña nocturna que pudiera interesarle a ella?

Sin saber lo que le espera, ese escalofrío andante, esa verdad incómoda, vuelve sobre sus pasos a través de la puerta de cristal para encontrarse con lo inesperado.
No, no era el viejo cuervo negro de Poe posado sobre un busto de Palas, pero le causó quizás más espanto, congeló sus capacidades psicomotrices y le retiró el habla.
Allí estaba aquella silueta femenina, con su hoja amarillenta, leyendo su obra.

No sabía cómo actuar y por algún motivo que desconocía, su mente viajó a 1994, al balcón de casa de sus abuelos. Su abuelo lo llama con insistencia desde allí: "Miky, ven aquí, mira lo que hago, vamos a disparar".

A doscientos metros del balcón se encontraba un cable eléctrico sobre el que se posaban a menudo palomas. Su abuelo se estremecía de placer haciendo alarde de su puntería, acertándoles en la cabeza. Luego le obligaba a bajar para admirar el trofeo. Para contemplar el agujero perfecto de la bala de "plomillo" que había agujereado la cabeza del ave. El conserje de noche aprendió así a llorar para adentro.

Ella estaba allí y estaba leyendo el poema. Él la había hecho llorar esa tarde, y se había hecho llorar a sí mismo por dentro.

-Pensé que no te volvería a ver jamás -jadeó el flaco conserje-, siento much....

-Shhhhh -le interrumpió-, no digas nada.



¿Continuará?



Buenas noches.

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