jueves, 20 de febrero de 2014

Donde habita el olvido



Anoche me pegué un tiro en la boca y me apuñalé el pecho. Así es, yo solito.
Es por eso que esta mañana conducía, miraba a la carretera desde el fondo de mis ojos, y para poder focalizar cualquier parte del paisaje, debía cruzar un enorme vacío, una enorme galaxia, un enorme glaciar, estrellas, vértigo.
Anoche me pegué un tiro en la boca y me apuñalé el pecho y hoy todos me lo reprochaban: “Con esa mierda de agujero en el pecho se te escapa todo el aire, suenas como una corneta desafinada”, “Ey, no consigo entender nada de lo que dices, ¿qué te pasa en la boca? ¿Y tus jodidos dientes?, Dios…puedo ver incluso tus ideas”.

Todo el mundo me ha reprochado haberme pegado un tiro en la boca y haberme apuñalado el pecho, pero es lo que ocurre cuando pierdes de vista a un niño dentro de una tienda de armas, cuando te regalan espadas y pistolas cada año por navidad. Eso es lo que pasa cuando tienes entre tus manos una bomba que podría detonar en cualquier momento y hacerte pedazos.
Estás ahí, contemplándola, escuchando su TIC, TAC, nervioso porque no sabes cuál será el momento preciso en el que detonará, y como sabes que pasará antes o después piensas: “Quizás si al menos decido yo, si soy el culpable, duela un poco menos”, en realidad no lo piensas, no es premeditado, solo te posee un impulso al que respondes abrazando a la bomba con todas tus fuerzas para uniros más que nunca y provocar una explosión que ha de esparciros en mil pedazos, os separará a galaxias de distancia. Para siempre.

No aguantaba más reproches, porque para eso ya tengo a la voz de mi cabeza, la que quiere joderme a veces, así que me levanté y ante la mirada de todos esos pacifistas de mierda que querían crucificarme por haberme pegado un tiro en la boca y por haberme apuñalado en el pecho, me preparé una línea recta y me pegué un tiro ante todos ellos, esta vez no en la boca, algo más arriba —y sí, es cierto, fueron dos—.
Luego me largué de allí, subí al coche y conduje de vuelta a ¿Casa?, y durante todo el camino, los ojos me escocían y un hormigueo atroz me recorría las manos hasta casi dejar de sentir el volante. También tenía las piernas entumecidas, y la polla dura en los pantalones por algún motivo que no alcanzo a comprender.

Por fin llegué a la ciudad después de una hora de camino, durante el que cada cinco minutos pensaba en sacar el coche de la carretera, quizás si me incrustaba la luna delantera en la cara consiguiese sentir algo, pero entonces oí su voz en mi cabeza: “Me sabe mal que te desangres, pero límpialo todo antes de salir, nadie tiene por qué ensuciarse, tu basura te pertenece solo a ti”, así que no lo hice.
Creo que mi suicidio ha sido bastante sonado, aunque no se bien a quién se debe la filtración, la cuestión es que durante todo el camino, una lluvia de coños hizo vibrar mi teléfono móvil que se retorcía en el asiento del copiloto. Zumbaba como un avispero al ritmo que todas esas vaginas que llevaban tiempo sin aparecer, golpeaban ahora con insistencia, como queriendo sacar a un animal asustado de la madriguera. La colmena de voluptuosos labios menores se había incrementado de manera descomunal ante la noticia de mi nocturno suicidio, y creo que en parte me hizo sentir asustado.

Finalmente, a pesar de no haber respondido a la llamada —porque ya dije anteriormente que solo cuando es ella la que aúlla, acudo a la llamada—, fui al lugar donde sabía que encontraría algunos de esos seres porque el día pasaba lento y triste y gris, y sobre todo, extraño.
Entré en aquél local y solo una de ellas que estaba justo de frente, me vio llegar. Pude ver cómo su gesto se contorsionaba en una mueca extraña que avisaba a las demás de mi llegada. Supongo que utilizan algún tipo de metalenguaje de coños en el que se envían información secreta, un código incomprensible para nosotros. Las voces bajaron su volumen y un tono solemne se instaló en sus caras pintadas y corridas y guarreadas y engañadas.

— ¡Vaya, el hijo pródigo! ¿Tú no debías estar en Sevilla? —Me dijo la reina de la colmena al tiempo que se levantaba y me abrazaba dejando caer su cabeza en mi cuello—. ¿Cómo estás, cariño?

— ¿Qué cojones te pasa? Estoy bien —dije sin responder a su abrazo, con mis brazos colgando inertes a cada lado de mi torso—. Digamos que tengo unos cuantos días libres.

—No, en serio, lo sabemos —dijo una de las abejas obreras—, y se te nota en la cara.

—Ven siéntate un rato, tómate algo —interrumpió la reina, al tiempo que colocaba una silla a su lado para que yo la ocupara—. No estás en racha, ¿eh, vaquero?

—Creo que me voy —hice un amago de levantarme—.

—Oye, espera. No te lo tomes a mal, tómate algo con nosotras. Hace tiempo que no hablamos.

Me senté un minuto y hablamos de asuntos realmente triviales, y mientras todas hacían una exaltación de lo bizarro, una exposición de lo cultas que eran, de lo maravilloso que yo era pero lo mal que me trataba la vida, y mientras masturbaban sus mentes, yo me sentí el mayor traidor del mundo al escuchar en mi cabeza de nuevo su voz “Eso es lo que te gusta, ¿verdad?, ahora está a gusto el niño entre sus zorritas culturetas”.
 
No me sentía a gusto, así que tras cinco minutos me levanté y me apoyé en la barra a contemplar el gordo culo de la camarera sesentona que parecía danzar al ritmo del silbido de la máquina de café, al oírlo, yo solo podía pensar en una locomotora que tiraba de un tren que me llevaba a destinos desconocidos, a parajes helados, tenía mucho frío.
Un instante después, unos brazos rodeaban mi cintura desde atrás y noté como un cuerpo se amoldaba al mío, me deshice de esa situación en un movimiento espasmódico, como si del abrazo de una Boa constrictor se tratará. Solo se trataba de la abeja reina.

—Oye, no tienes que pagar con nosotras lo que te ha sucedido, de hecho, todos sabíamos que pasaría antes o después.

—No quiero hablar del asunto. ¿Te importa dejarme solo? Me apetece beber tranquilo.

— ¿Sabes qué me apetece? —Preguntó deslizando un dedo desde mi pecho hasta el borde de mis pantalones—. Me apetece que te quites esas gafas de sol para poder mirarte a los ojos, y luego me apetece que vayamos a algún sitio, a mi piso, y me des un poco de lo tuyo.

—Tú no quieres eso, zorra estúpida.

— ¡Vaya! Así que mi vaquerito misógino ha vuelto, no sabes cómo me pone cuando te haces el duro —intentó quitarme las gafas y aprovechó de nuevo para frotarse contra mi—, vamos.

— ¿Estás sorda? Tú no quieres que yo te dé un poco de lo mío, porque lo mío es terrible. Y no me quites las putas gafas —dije mientras interrumpía su acción con un manotazo—, no quieras ver lo que hay detrás, te daría vértigo. Oye, no eres una mala chica, solo un poco zorra y estúpida. Tú no quieres asomarte al vacío, no quieres mirar detrás de estas gafas y no quieres lo que yo tengo. Además, no tengo nada, y en esa nada me quedo, y con toda ella me quedo también. Lárgate, joder, no quiero darte nada.

— ¿Me estás hablando en serio? Empiezas a joderme, eres un borde, tío, solo intentaba animarte, que te den.

Luego me largué. Y al salir del sitio, hacía mucho más frio aun, y el aire helado entraba por el orificio de mi cabeza, y por el pecho, y me congelaba por dentro.
Entonces pensé de nuevo en ella separándose de mi justo al final del camino, como cada tarde desde Agosto. Pensé en ella, tan elegante y fría, caminando digna sin mirar atrás y yo caminaba en dirección opuesta, como siempre, separándonos al final de la tarde. Al final del camino, y el tiempo se había parado, porque ya no había tacones de agujas, iba plana.

Entonces dejé de mirar, porque ella no miraba otra cosa que no fuese su teléfono móvil, a su futuro, a su inercia y a su dirección. Y yo comencé a caminar sin rumbo en dirección opuesta y mirando al suelo. Justo cuando había avanzado unos pasos, escuché un sonido parecido a pisadas detrás de mí y mi sangre se congeló y me ardían las extremidades, luego miré hacia atrás y solo eran unos cuantos niños que venían del parque.

Pensé en lo estupendo que habría sido verla acercarse hacia mí desde atrás, sin hablar, solo mirando como ella mira, pero eso no ocurrió, porque aquello no era una película.
No era una película, pero podría haber sido una canción.
Quizás una de sabina:

“Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”.

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