lunes, 24 de febrero de 2014

Modernas

Llevaba menos de medio año en la ciudad y me había cambiado tres veces de piso, siete si contamos esos días  sueltos, a veces semanas en que tenía que buscarme una pensión en la que dormir a causa de mis conflictos conmigo mismo, mis chicas y sus huéspedes.
El ciclo se repetía una y otra vez: yo dejándome llevar y evitando el conflicto y todas esas chaladas exigiéndome que las quisiera: “Solo os pido que no me pidáis más de lo que yo os pido, y lo que os pido es NADA”.

Podría parecer que no he sido más que un parásito, pero nada más lejos de la realidad, siempre fui el socio capitalista, siempre me dejé las pelotas para poder permitirme mi estancia allí y mis vicios, es más, no me importaba compartir ni lo uno ni lo otro con cualquiera que se cruzara en mi camino.

Nada más llegar allí de la mano de aquella chica que aspiraba a convertirse en Loise, la periodista suprema, y que secretamente soñaba con convertirme en el jodido Clark Kent, comencé a buscar trabajo de todo lo que podía, es más, me pluriempleaba, siempre tenía alguna banda con la que tocar los fines de semana y solo con eso me podía permitir aquellos alquileres compartidos con universitarios prepotentes y pequeñas zorritas malcriadas. Aparte, aceptaba trabajos de mierda que me robaban la vida poco a poco (mozo de almacén, repartidor, conserje de noche, vigilante de obra, reponedor), y todavía sacaba tiempo para intentar escribir y vender algunos de mis textos y follarlas salvaje, como si hubiera estado todo el día tumbado al sol en el jardín delantero de mi casita en Beverly Hills.

No entiendo por qué todo iba tan mal siempre, por qué ese ansia de convertirme en algo que no era. La cuestión es que llegué allí de la mano de la periodista y eso se estropeó.
Mi siguiente parada fue en la casa-museo de lo macabro de mi escultora favorita, y durante un tiempo no estuvo mal, pero una vez más, todo se torció.
Siempre me habían gustado las letras, así que acabé mudándome por tercera vez con una chica bastante más joven que yo que comenzaba su carrera como periodista (¡también!), y a la que conocí en una reunión para un proyecto en el que tenía que rellenar dos páginas de un fanzine de arte emergente, acompañando a las ilustraciones pornográficas de un dibujante con algo de trayectoria. Ellos preferían llamarlo erotismo “New Wave”, a mí siempre me pareció pornografía para gente rara.

Al principio me pareció una chica interesante y a pesar de que nunca la quise —y nunca le dije que lo hiciera—, lo pasábamos bien. Hablábamos sobre literatura y sobre proyectos en común y sobre proyectos futuros de uno y otro, y durante un tiempo la cosa iba bien. Yo acababa de formar una nueva banda de Rock and Roll con algunos muchachos que había conocido en esa nueva zona de la ciudad a la que nos mudamos, y por las noches trabajaba en una empresa de repuestos de impresión en la que me dejaba las manos durante ocho horas, después me reunía con ellos en el local, me metía unos tiritos y ensayaba durante un par de horas y bebía y reía. Llegaba a casa de madrugada, follábamos durante una hora o así, después ella se iba a la cama para apurar un rato antes de volver a la facultad, yo me tomaba un par de Valiums, y la acompañaba en el sueño, solo que hasta más tarde.

Solía despertarme solo y tenía todo el día —hasta las ocho de la tarde que empezaba mi turno en la empresa de repuestos—, para escribir, vagabundear y alimentarme e hidratarme. De verdad que no me quejaba, todo iba bien. El sueldo que me pagaban por dejarme las manos con los repuestos de impresión no era demasiado amplio, pero entre los conciertos y algún texto que vendía, me encontraba cada mes con una buena cantidad de pasta, vivía bien.

Todo iba bien hasta que Marta “la chica plateada”, Javi y Juli, comenzaron a frecuentar nuestro piso cada vez más a menudo.
No tenía ningún problema con eso de acoger a gente en casa, siempre he sido bastante tolerante con la estupidez ajena, aprendí a evadirme, pero esa Marta era una tía de lo más extraño y repelente, y poco a poco comenzó a resultarme una verdadera molestia.
Marta se hizo amiga íntima e inseparable de mi chica mediante el viejo método de “qué incomprendidas somos las dos, qué hija de puta es la sociedad, quiero meterme en la cama contigo para hacer la tijera durante horas”, y mi chica, que se consideraba maltratada por el universo, no tardó en hermanarse con la “moderna” y hacerse portadora del estandarte de su estúpida cruzada.

Soy respetuoso con las opciones religiosas de los demás, sobre todo si rezan en silencio y no me tocan demasiado las pelotas, así que no es por eso por lo que supuso un problema esta intrusión. El problema reside en que eran unos personajes realmente peculiares, una micro secta de tres.
Marta era una tía fea, flaca y paliducha que vestía como si su asesor de moda fuera Paco Clavel, despreciaba todo lo Mainstream, no soportaba nada que hicieran más de dos personas en el mundo, y criticaba constantemente cualquier acción llevada a cabo por los hombres, era falo fóbica, me aventuraría a decir.

Yo llegaba agotado de los ensayos después del trabajo, y cada vez más a menudo me los encontraba allí, sentados viendo dibujos animados japoneses, videos de las Nancys rubias, Parálisis permanente, o jugando a algún estúpido juego de mesa de los años ochenta.
Al principio traté de ser amable, llegaba, saludaba y trataba de integrarme.
Marta me despreciaba, lo notaba desde el principio “¿Un grupo de Rock? ¿Los Rolling Stones? ¿Hay algo más machista y más estereotípico?”.
No me molestaba en defender mi postura, siempre he sido quien soy y hago lo que hago, no va a causarme un trauma que una seguidora de Alaska y sus pegamoides criticaran mis gustos.

El problema comenzó cuando mi chica aceptó el culto y me pedía que fuera tolerante, que entrara al trapo “son gente guay”, decía”.
Le parecía de los más gracioso y sexy que Javi y Juli se tocaran el culo, hicieran apología de su ambigüedad sexual en público, y todo lo que rodeaba ese extraño universo de horteras sacados de una peli de Almodóvar sobre la movida Madrileña.
Dios sabe que nunca he sido quién para criticar la tendencia sexual de nadie, pero la primera vez que Javi se me acercó en uno de sus jueguecitos para intentar comerme el cuello le aparté y solo le dije “por ahí no, amigo, me importa un carajo donde la cueles, pero a mí no me va ese rollo”. La segunda vez le puse un ojo morado y todos gritaban como si yo fuese el demonio, así que me encerré en mi estudio y traté de terminar unos textos que me había comprometido a escribir para un contacto de la universidad de Bellas Artes.

Cuando volví, a la madrugada siguiente, ella estaba sola, esperándome en el sofá, leyendo algo de Krakauer, esto me tranquilizó y me puso algo cachondo a la vez, así que me acerqué y me tumbé en modo cariñoso junto a ella, se apartó.

—Ey, ¿Qué pasa? —pregunté extrañado—.

— ¿Qué pasa? —Me contestó algo indignada—, ¿Tienes los cojones de preguntarme qué pasa? Pasa que montaste un numerito curioso ayer. Pasa que le diste de hostias a Javi por tu maldita homofobia. Nunca pensé que fueras así.

— ¿Homofóbia? Vaya, lo siento, nena, por no dejar que me violen…

— ¡Estaba jugando, joder! —Gritó—, ¿tanto te cuesta entenderlo? Nunca los has tragado, parece que te moleste que seamos tan amigos.

— ¿Jugando? Ya le había advertido que no me agrada jugar a esas cosas con él. Y no, nunca los he tragado, pero he hecho el esfuerzo de convivir de manera pacífica con ellos, me he tomado esta invasión de la carroza del orgullo gay de una forma bastante civilizada creo…

— ¿Tienes que insultarlos? ¡No son gays!

—Y ¿por qué cojones piensas que trato de insultarlos al llamarlos gays? No entiendo nada, en serio. Joder…estoy demasiado cansado para esto.

—Yo también empiezo a cansarme. Sabes el trabajo que me cuesta encontrar gente con la que me sienta a gusto, hacer amigos, y para una vez que me siento bien con unas personas, en lugar de alegrarte por mí, te dedicas a darles de hostias.

—Ahora soy un puto Nazi, ¿no?

—No quería decir eso, sabes a lo que me refiero —comenzó a llorar—, me siento sola en esta ciudad, tú estás todo el rato fuera, ves a mucha gente, yo casi no tengo amigas en la ciudad. Solo te pido que trates de ser amable. No te enfades, ¿vale? No quiero que te enfades conmigo.

—No estoy enfadado contigo. Mira, no voy a pedir disculpas a Javi, y sé que ni Juli ni Marta me tragan, pero aún así pueden seguir viniendo aquí todas las veces que quieran, ¿vale? Si eso te hace feliz, por mi no hay problema. Solo te pido que les hagas entender que no soy de ese rollo, que no intentes cambiarme, tolero que estén aquí el tiempo que quieran y que se sientan como en casa, pero si hay algo que sabes que no me gusta, diles que lo respeten y no habrá problemas.

—Gracias. Y a Marta sí que le caes bien, no te conoce mucho y a veces os mete a todos los hombres en el mismo saco, es una buena chica, en serio, ¿por qué no habláis tranquilamente? Estoy segura de que acabaréis siendo buenos amigos.

—No tengo ningún problema, de verdad, hablaré con ella. Respecto a Javi y juli, diles que mantengan sus erecciones lejos de mí, y yo mantendré mis puños lejos de sus caras, ¿de acuerdo?

— ¡Eres un bruto! —Se burló—, ven aquí, tonto.

Nos reconciliamos, con todos los orgasmos que una reconciliación implica.
A la semana siguiente volvían a estar allí cada madrugada, privándome de mi intimidad, de mi polvo del día —joder, me lo merecía—, y me miraban raros aunque su trato fuera cordial a la vez que distante.

Esta situación se mantuvo durante otra semana más y yo cada vez tardaba más en volver a casa, me paraba en un café literario que había cerca del local de ensayo que abría realmente temprano, y allí me ponía a beber, a leer y en un par de días conocí a Isa.
Era una chica rubia, alta, pálida y delgada que siempre se sentaba en la misma mesa con cancioneros de Patti Smith, antologías poéticas de Emily Dickinson o libros de artes gráficas.

A veces solo estábamos los dos en el local a esas horas y fue inevitable que acabáramos entablando conversación. Me explicó que le encantaba venir de madrugada, nada más abrir el local para sentarse a leer poesía, insistía en que echara un ojo a “Horses” de Patti Smith, yo le dije que era más de “Wild horses”, de los Rollings, ella sonreía y trataba el tema con toda la naturalidad del mundo.
En unos días llegamos a un punto en el que nos habíamos hechos confesiones bastante íntimas, nos contamos cosas privadas de nuestras vidas y sí, también follamos.

Me gustaba encontrar allí a aquella chica casi invisible cada madrugada y terminar viendo amanecer a su lado. Traté en varias ocasiones de que me acompañara, de invitarla a un Whisky “no puedo, tomo antidepresivos, estoy jodida”.
Y era cierto, estaba siempre muy triste, con la autoestima por los suelos, no se valoraba nada, así que cualquier cosa que yo le ofreciera, le parecía muchísimo más de lo que se merecía. Era realmente agradable su compañía, no exigía nada, solo disfrutaba del momento.

Le enseñé parte de mi trabajo, y aunque no era su temática favorita discutía conmigo sobre su calidad, sobre qué cambiaría ella y sobre lo bueno que le parecía mi honestidad a la hora de arrojar mis palabras en negro sobre blanco.
Le conté lo que me estaba ocurriendo, y me dijo “Si yo fuera tu chica, largaría a todos esos estúpidos y te estaría esperando ansiosa cada madrugada para echarte el polvo de tu vida, me encanta como follas”.

—Deberías volver a casa con tu chica, no sé qué haces perdiendo el tiempo con escoria como yo —me dijo mirándome a los ojos en su cama—, sería lo mejor para ti.

—No digas tonterías, tú no eres escoria, y si estoy aquí es porque no me apetece estar en ningún otro sitio.

—En serio, no valgo una mierda, y tengo un coño horrible.

—Pero qué dices, ¿te has vuelto loca? Me encanta tu coño. Tienes un coño precioso, de verdad, si tuviera que elegir comer solo una cosa el resto de mi vida elegiría comer tu coño una y otra vez —reimos—. Hablo totalmente en serio, si fuese circulando por una autopista con el estómago lleno después de un buen atracón y pasara por una venta en la que se anunciase tu coño como menú del día, no dudaría en pegar un volantazo y pararme allí a comer de nuevo entre tus piernas.

—Estás como una cabra. Me gustas mucho, eres muy divertido, y me alegro de haberte conocido, flaco. ¿Sabes? Un día de estos pienso suicidarme, me voy a inflar de esas pastillas que te paso.

—No lo harás.

—Sí que lo haré.

—No lo harás, ¿sabes por qué? —Comencé a deslizarme bajo las sábanas—.

— ¿Por qué? —Se reía—, sorpréndeme.

—Porque no estaría bien dejarme morir de inanición.

Nos reímos mucho juntos. Era una chica muy divertida en el fondo, solo necesitaba darse cuenta de ello y que la vida fuera un poco menos de hija con ella, y algún medicamento milagroso que la hiciera olvidar su pasado. No volví a verla, la semana siguiente me largué de la ciudad después del incidente con Marta.

Llegué a casa del ensayo, había sido un día realmente duro y solo me apetecía meterme en la cama a intentar dormir ignorando las risas y conversaciones absurdas de los “Tricyle” que se habían instalado en mi salón.
Cuando entré en el piso tras girar la llave todo estaba en silencio y como única luz se apreciaba la pequeña lámpara del salón, por lo que pensé que mi chica estaría leyendo tranquilamente. Me encontré a Marta sentada en el sofá ojeando un libro extraño.

—Hola, ¿Y la troupé?

—Hola, ¿la troupé? ¿Quién dice eso todavía? —Me respondía con una mirada de desprecio—.

—Oye, solo trataba de ser amable. ¿No es así como habláis los modernos?

—Ya…—susurró—. Se han acercado al veinticuatro horas, no os queda cerveza.

—Lo siento, culpa mía. Creo que deberíamos hablar—me senté junto a ella—, tu y yo no hemos empezado con muy buen pie.

—No habrás empezado con muy buen pie tú. Adelante, ¿de qué quieres que hablemos, de tu homofobia, de tu carácter represivo, machista y agresivo?

—Ehh, afloja un poco—me senté junto a ella en el sofá tras quitarme algo de ropa—, estoy tratando de ser amable, de que nos entendamos, ¿vale? No es por ti ni por mí, hazlo por tu amiga.

—El intento ya es más de lo que esperaba de ti —contestó mientras seguía mirando aquél libro—, así que gracias, es un detalle.

—Hay más cosas que no esperas de mi —le contesté casi al oído mientras deslizaba mi mano bajo su falda
—, puedo enseñarte un poco, verás cómo nos entendemos.

— ¿Qué coño haces, cerdo hijo de puta? —Gritó intentando levantarse—, voy a contárselo todo, están al llegar.

— ¿Es así como te gusta? —Susurré lamiéndole el cuello—, ¿te gusta jugar eh?

Traté de reducirla mientras mi mano seguía jugando bajo su falda a la vez que ella forcejeaba. Ahogué su grito y sus insultos mordiéndole la boca. Me eché sobre ella, por alguna extraña razón estaba realmente excitado.

Finalmente, consiguió liberar una mano con la que me asestó un golpe seco en los genitales que me hizo caer de lado medio inconsciente. Se levantó con lágrimas chorreando por sus mejillas y todo lo demás fueron gritos y sus botas Doctor Martens pateándome las costillas.

Cuando recuperé la consciencia, estaban los cuatro sentados en el salón. Marta estaba sentada en nuestra butaca secándose las lágrimas con Kleenex que le ofrecían los otros tres a la vez que clavaban sus miradas de desaprobación en mí.
Primero pensé que iba a tener que pelearme con Javi y Juli, pero no tenían cojones a hacer nada más que mirar despectivamente —lo que fue una suerte para mi, ya que me encontraba hecho un verdadero despojo—, mi chica también lloraba y tras unos minutos abrió la boca.

—Lárgate —me dijo como pudo—, no quiero volver a verte. Eres un hijo de puta, ¿cómo has podido hacerle eso?

—Lo siento, nena. No era mi intención, solo pensé que era lo que quería. Traté de ser amable.

—Lárgate. No quiero verte aquí mañana.

Después se fueron, y a pesar de que podría haberle dicho que era yo quien pagaba esas malditas cervezas, ese puto alquiler para ayudar a su familia —sus padres estaban asfixiados y casi no llegaban a fin de mes—, sus materiales para la carrera y prácticamente todo, decidí largarme una vez más y para siempre. Me largué porque no tenía sentido quedarme allí un solo día más. En ese piso. En esa ciudad. En ese estado en el que me encontraba.

Me largué —por suerte siempre he sido un hombre de equipaje ligero: una maleta de ropa, un par de guitarras y unas cajas con relatos, cuentos y poemas—. Me largué para volver a empezar de cero.

Volví al lugar dónde había conocido a Isa sin más intención que despedirme y decirle que había sido un verdadero placer conocerla. Quería decirle que todo lo que le expliqué sobre su delicioso coño era cierto, y que no tenía que andar siempre deprimida, que en definitiva, era una chica estupenda. No estaba allí.
Le pregunté a Claudia —una de las camareras— por mi “horse-girl”, y me dijo que hacía una semana que no pasaba por allí, que la última vez que la vio, estaba conmigo.
Sentí que algo me pesaba muchísimo en el pecho y se me pasó por la cabeza la idea de llegarme a su piso para despedirme.

Luego pensé que hay cosas que un hombre no quiere saber en determinados momentos de su existencia. Así que agarré mis maletas pensando que se había mirado al espejo una mañana y se había dado cuenta de lo realmente maravillosa que era, así que había cogido su equipaje y se había largado de esta maldita ciudad llena de tipos horribles como yo.

Me largué para no volver, pensando en Isa y su nueva vida. Preguntándome cómo sería mi vida a partir de ese momento.


Me largué de la ciudad.

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