lunes, 17 de febrero de 2014

El encanto de la imperfección



Estaba soñando que todo iba bien después de una resaca brutal. Por fin estaba soñando, había sido una noche realmente agotadora, como vivir sin ti. Como tratar de olvidarte. Como vivir contigo. Ni contigo ni sin ti, una puerta entreabierta.
 
Soñaba que me despertaba suavemente en una habitación totalmente oscura, solamente iluminada ahora por la débil luz azul pálido que despedía el radio-despertador, que estampaba un rectángulo luminoso sobre la pulcra pared que se encontraba al frente de la cama.
Podía ver entre la dulce penumbra toda la habitación al detalle, era una habitación decorada con un gusto exquisito, algo minimalista, pulcramente ordenada y transmitía toda la paz que me ofrece el buen gusto, tenía partes de ti por todos lados. Una habitación exquisita, ordenada, porque me gustan las cosas ordenadas, sencillas, caras y sofisticadas.
Me gusta la paz que me brinda el orden, porque lo considero algo esencial, y allí, todo estaba ordenado exceptuando que tú ahora dormías a mi lado en lugar de estar cabalgándome, brincando sobre mí.

Me giré un segundo mientras la radio vomitaba a modo de alarma a los hermanos Gallagher, Liam nos contaba que hoy sería el día de todos los días, ese en el que caminaríamos al compás de nuestra melodía favorita, y te sentí, sentí el roce de tu cuerpo, estabas allí y resucité y al oírte respirar y me sincronicé con tu ritmo vital. Me giré un segundo a mirarte y no pude evitar sonreír, como sonríe un viejo lobo de mar al contemplar la tormenta perfecta, esa que le ha de devorar.
 
Creo que era una mañana de domingo. Era agradable despertar una mañana de domingo en nuestra casa de vacaciones, esa lujosa y extremadamente bien ordenada, decorada con todos esos objetos caros y de apariencia exquisita que habían pagado las letras que me dedicaba a ordenar, los traumas que vomitaba en el folio en blanco.
Y era agradable que tú estuvieras allí conmigo, a pesar de todo. A pesar de mí.
Podíamos asomarnos al balcón y contemplar la playa a solo unos metros de nosotros.
Podría despertarme sin hacer ruido, saludar a nuestros peludos, meterme en la ducha, preparar café y largarme luego a dar un paseo con ellos por la playa.
 
Podía hacer todo eso, y de hecho lo hacía, pero entonces empezamos a desvanecernos, y “Morning Glory” de Oasis sonaba cada vez más lejana, y a mí me invadía el pánico, como cuando pienso en perderte.
 
Todo desaparecía, absolutamente todo, dejando paso primero a la oscuridad y luego a mi visión resacosa.

Luego comencé a oír esa voz de chica algo rasgada que tan familiar me resultaba.

—¡Mmm-i-ckkkk-y, a ccco-mmer!

— ¡Ey!, ¿Qué haces aquí, preciosa? –le susurré a aquella figura que me gritaba simpática a solo unos centímetros de mi cara.

— ¡Vennnga, a-a c-c-comer!

—Vale, vale, ahora mismo voy.

Se quedó en silencio como si no le gustase mi respuesta, como esperando a que le soltase la respuesta adecuada, esa que quería oír. Yo le sostuve la mirada.

— ¡Gg-uapo! —Me estampó un beso en toda la cara y me desperté un poco más con la lluvia de babas que me arrojó—, ¡Te quiero!

—Yo también te quiero, enana, y…—comencé a abalanzarme lentamente hacia ella a medida que me incorporaba—, ya sé lo que voy a comer…

— ¡Haay, paca-paca-paca-loones yyy c-c-c-con tomate!

—No —la corregí—, prefiero comerme a la niña preciosa que acaba de venir a despertarme. ¡Voy a comérmela cruda! —me arrojé sobre ella y la lancé a la cama. Reímos.

Por unos instantes me olvidé de ti. Me olvidé de que era Navidad y de que anoche me habían traído a casa y me habían duchado. Y me acordé de que a pesar de ello, seguía sintiéndome igual de sucio, triste, perdido y abandonado. Me olvidé unos instantes del sueño, de todo lo que no podría tener, y simplemente fingí devorar a esa pequeña que me había soltado con toda la sinceridad que le brindaba su deficiencia, aquello que nunca conseguí creerme del todo cuando salía de tu boca.

Me dolía mucho la cabeza, así que tras jugar un poco con ella, me metí en el baño a refrescarme, y a que no me vieran llorar, porque yo no lloro. Y lloré por ella, y por ti, y por mí. Lloré por los tres.

Luego no pude evitar ponerme a pensar en la fragilidad del destino y en la inocente crueldad del azar, así que mientras me duchaba de nuevo, me puse a recordar cómo había llegado aquella niña especial a mi vida.

Caminaba de camino a casa después de haberme pasado toda la mañana por ahí, faltando a clase. Primero había estado soñando despierto con mi mejor amigo en el puerto, fumando y hablando de todas esas cosas que nos quedaban por hacer.
A la hora de la salida me acerqué a la puerta del instituto para  recoger a Diana, mi chica. Éramos solo unos niños, sobre todo ella, y nos besamos, abrazamos —ella con amor, yo con ganas de follármela— y fuimos a dar un paseo.
 
Mientras paseábamos por la avenida comenzamos a escuchar un alboroto enorme, y pudimos ver como se acercaba ocupando el centro de la calle una especie de cabalgata, un estrépito gigantesco formado por cientos de chavales que exigían ruidosamente frente al ayuntamiento, una tercera república, igualdad para los gays y lesbianas y hasta para los jodidos extraterrestres. A mí no me importaba una mierda.
Justo cuando pasábamos por al lado y mientras tu vomitabas cien mil millones de estereotipadas frases sobre lo estupendo que era eso de no ducharse y tener piojos y en definitiva, ser un hippy de mierda, yo solo pensaba que deseaba que mi vida fuera un Mc Donalds, comida basura sí, pero rápida.

Desde una de las “carrozas”, una chica con pelado de chico y botas de soldado de las “SS”, arrojaba a los peatones condones gratis con algún lema estúpido, me apresuré a coger tantos como pude. Diana sonreía, podía ver la admiración en sus ojos adolescentes. Ella soñaba con un tipo como yo, me idealizaba, no sabía que creceríamos y desearía miles de cosas que un tipo desequilibrado e incómodo nunca podría darle.
Fue bueno para mí que no lo supiera, porque regresé con el alijo en mis bolsillos y le comenté lo maravilloso que era el “Ché”, a cuantos fascistas mataría si pudiera y cuatro gilipolleces así.
 
Veinte minutos después ella gemía en la entre planta de su piso, allí en su portal, en las escaleras, me la follaba salvaje mientras ella ahogaba sus gritos apoyada contra la pared y yo pensaba en lo feliz que me hacía consumir un condón gratuito de aquellos “perro-flautas” a los que tanto despreciaba. De aquellos enormes hipócritas niños de papá, de aquellos tarados mentales y emocionales con una necesidad imperiosa de llamar la atención.

La cuestión es que al medio día, yo regresaba caminando tranquilamente, fumando, con la polla algo irritada por la violencia del polvo de antes y con mucha hambre, de camino a casa de mis abuelos.
 
Al llegar, mi tía estaba en la mesa con algunos de mis primos.

—Micky, ¿Dónde estabas? —Dijo a modo de saludo—.

—En clase, ¿pasa algo?

—Tu tía, se ha puesto de parto esta mañana. Está en el hospital.

—Vaya, eso está bien —dije tratando de parecer un ser humano normal—. ¿Todo bien, no?

—Bueno. La niña….

— ¿Qué ha pasado, joder? —Me exalté—, ¿están bien?

—Tiene “el síndrome”.

— ¿Qué síndrome? —pregunté desconcertado—.

—Que la niña es síndrome —dijo apenada—, tiene el síndrome de Down.

No tenía ni puta idea de qué cojones era aquello. Podía recitar a Boudelaire en su lengua original. Podía citar a Hemingway, Dostoievski, Herman Hesse o a Bukowski, pero no tenía ni idea de qué era aquello. No al menos por ese nombre.
 
Había un silencio brutal en la casa y casi nadie levantaba la cabeza del plato. No fui consciente ni aún después de que me explicaron todo lo de la trisomía del gen y toda esa basura, de lo que aquello implicaba, así que comí lo más rápido que pude y me largué a beber y fumar con mi mejor amigo y mi chica al parque.
 
Luego te conocí, pequeño diablillo, y estabas genial, como lo estás ahora mientras escribo estas líneas, a pesar de que al recordar todo esto me emocione. A pesar de saber lo mierda que es todo cuando tienes los cromosomas a punto, al imaginar cómo de mierda podría ser para ti, con tu distribución especial.
Me habría encantado poder pensar: “No te preocupes, pequeña. Yo me voy a ocupar de que todo vaya bien. Yo voy a salvarte”, pero la realidad era que no podía salvarme ni a mí mismo, así que lo sustituí por un “yo voy a quererte, y punto”.

Y no sé qué  cojones hago yo ahora pensando en todo esto, supongo que lo que trato de decir es que no hace falta que todo sea jodidamente perfecto, o más bien, que no hay un perfecto generalizado, que todo es muy relativo.
Que con tu imperfección, esa mañana en la que la noche anterior gritaba: “Me quiero morir, voy a acabar con esto. Es que la quiero muchísimo. No aguanto más”, mientras mi mejor amigo me arrastraba a casa a través de la madrugada, para meterme en la ducha y luego en la cama,  conseguiste que sonriera y me sintiese bien, aunque fuera un rato.

A veces no tienes por qué ser todo perfecto. No en el sentido de perfecto que implica sin ningún tipo de obstáculo. A veces solo hay que hacerlo perfecto, sentirlo perfecto.
 
Como tú sonríes, pequeña: Perfecto. Como tú respiras: Perfecto.

Como yo sangro cuando ella duda.

Como el hecho de poder abrazarla bien fuerte.

Como seguir sin perder el paso en esta danza macabra.

Como nuestro desequilibrio.

Como que a día de hoy, las dos forméis parte de mi vida.

Como lo que soy, el hijo de puta con más suerte del mundo entero.



¿Desorden?, ¿trisomia?, ¿dudas?, ¿broncas?, ¿lágrimas?, ¿huídas?




PERFECTO.

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