A ningún vecino le sorprendería escuchar aquella
madrugada, cómo el silencio característico de esas horas en las que todos se
suponen en calma, era interrumpido por el arrítmico teclear de unos dedos sobre
algún tipo de vieja máquina de escribir.
“Ya debe haber vuelto a salir, se ha emborrachado y
quiere evitar meterse en la cama durante esos primeros veinte minutos que le
hacen a uno, en cuanto apaga la luz, ver todo dando vueltas” —pensarían algunos—.
Otros, aquellos que no pueden concebir el hecho de escribir como un oficio, si
no como un capricho, una terapia, una distracción o como delirios de grandeza,
resoplarían aburridos en la nuca de sus gordas esposas, dentro de las cuales
acabarían de eyacular —por obligación, por supuesto—, y volverían a soñar sin
más preocupación que la de el resultado del partido del domingo.
Y nadie podría acercarse a menos de cien mil
Kilómetros a la verdad, y a su vez, todos estarían en lo cierto, excepto por un
motivo: a veces, escribir mata, y eso deberían subrayarlo en los envases de las
cintas de tinta para máquinas de escribir, al igual que hacen en los paquetes
de tabaco. En este caso, el escritor fumaba, bebía, escribía y sangraba.
Porque unas veces, los personajes se escapan del
texto, adquieren libre albedrío y se desarrollan mucho más allá de lo que el
escritor pensaba que podrían hacerlo. Otras veces es el mismísimo escritor es
quien resulta absorbido dentro de su propia historia y entonces vive cada
página, unas veces es testigo de hechos maravillosos y sin precedentes —como
esa sonrisa con la que la chica desnuda que duerme entre espasmos ilumina toda
la ciudad—, por el contrario, también padece
a lo largo de otro capítulo diferente, tiembla de terror en situaciones
evocadas por una fuerza desconocida que guía sus manos, elaborando inciertos y
variopintos escenarios.
Ninguno de esos vecinos podría imaginar que el tipo
que teclea ha llegado a arder de locura en sus propios infiernos. Ninguno
sospecharía jamás que algunos de sus personajes, a los que parece dotar de
habilidades increíbles y a los que colma de adjetivos confusos —entre
admirables y detestables. Extremos—, superan con creces todo aquello que de
ellos se cuenta, cuando dan el salto a la vida real.
Nadie sospecharía nunca que el tipo que escribe bajo un flexo de madrugada, ha perdido pedazo a pedazo sus extremidades al caer en un cepo con Nombre y apellidos, que se ha agitado y convulsionado en medio de la oscuridad, que ha sido mordido por el cepo de la duda y que se ha preguntado si debía tirar con fuerza y dejar allí un pedazo de sí mismo o simplemente, mantenerse para siempre preso de la situación y permanecer entero.
Nadie sospecharía nunca que el tipo que escribe bajo un flexo de madrugada, ha perdido pedazo a pedazo sus extremidades al caer en un cepo con Nombre y apellidos, que se ha agitado y convulsionado en medio de la oscuridad, que ha sido mordido por el cepo de la duda y que se ha preguntado si debía tirar con fuerza y dejar allí un pedazo de sí mismo o simplemente, mantenerse para siempre preso de la situación y permanecer entero.
La cuestión es que allí estaba, tal y como anunciaba
ese sordo teclear, y aunque nadie acertara sobre el motivo que le llevaba
aquella noche a vomitar una vez más sobre el folio en blanco, era inevitable
sentarse una vez más, como terapia, como capricho, como delirio, y como oficio.
Y ahora no podía evitar pensar que a veces, este oficio le hacía sentir un auténtico verdugo: había creado personajes, había vivido mil momentos increíbles con ellos, había deseado con todas sus fuerzas a alguno en especial, pero la historia avanzaba.
Y ahora no podía evitar pensar que a veces, este oficio le hacía sentir un auténtico verdugo: había creado personajes, había vivido mil momentos increíbles con ellos, había deseado con todas sus fuerzas a alguno en especial, pero la historia avanzaba.
A veces la historia avanza, se va de las manos del
escritor, la trama cobra vida y el creador pasa a convertirse en un sujeto
pasivo a merced de las exigencias del guión.
A veces, con el transcurrir de la historia acaba encontrándose en situaciones realmente duras, y aquella madrugada, era un ejemplo claro.
Incompatibilidad entre la lógica, la coherencia de la trama, la supervivencia de los personajes, la del mismísimo autor.
A veces, con el transcurrir de la historia acaba encontrándose en situaciones realmente duras, y aquella madrugada, era un ejemplo claro.
Incompatibilidad entre la lógica, la coherencia de la trama, la supervivencia de los personajes, la del mismísimo autor.
Había llegado a un punto en el que el curso natural de las cosas era cerrar
capítulo con la desaparición de un personaje importante, uno de esos a los que
el lector hace suyo, al que acabas convirtiendo una pieza esencial de tu propia
vida.
Es muy duro llegar a ese punto en el que no sería sano para nadie estirar ni una página más un asunto. Se desvirtuaría el personaje, o ambos, personaje y escritor, restaría la magia expuesta en los capítulos anteriores: saber retirarse.
Es muy duro llegar a ese punto en el que no sería sano para nadie estirar ni una página más un asunto. Se desvirtuaría el personaje, o ambos, personaje y escritor, restaría la magia expuesta en los capítulos anteriores: saber retirarse.
Y son esos momentos un verdadero duelo para el que
crea paisajes en negro sobre blanco, un verdadero dolor sordo recorre su pecho
y es infinita la angustia que provoca una realidad demoledora cuando la
historia es tan increíble como la que tiene entre manos: El capítulo final.
Hay que saber cuándo parar, cuándo no podría seguir extendiendo la trama o al personaje sin desvirtuar la historia en sí, sin destrozarlo. Sin destrozarse mutuamente.
Sencillamente, se vuelven incompatibles el uno para el otro y no queda más remedio que pulsar un punto, el punto final.
Hay que saber cuándo parar, cuándo no podría seguir extendiendo la trama o al personaje sin desvirtuar la historia en sí, sin destrozarlo. Sin destrozarse mutuamente.
Sencillamente, se vuelven incompatibles el uno para el otro y no queda más remedio que pulsar un punto, el punto final.
A veces es una mierda ser escritor —pensaba—, o ser
personaje, o ser ambas cosas.
A veces es una mierda estar tan asustado y no poder hacer nada al respecto.
Es una verdadera putada pensar en asomarse al vacío que deja la ausencia del motor principal de tu motivación.
A veces es una mierda estar tan asustado y no poder hacer nada al respecto.
Es una verdadera putada pensar en asomarse al vacío que deja la ausencia del motor principal de tu motivación.
Los personajes nunca mueren, pero tampoco se quedan, tienen que seguir girando,
y ella, ella gira como nadie. Ella gira como una serpiente de fuego con
esqueleto de cristal, y unos admiran los fuegos artificiales que la rodean. Y
otros desean poseer el valioso cristal, pero nadie tiene idea de todo lo que se
oculta allí dentro. Por desgracia, el escritor a veces se adentraba, ardía con
gusto dentro de ese fuego, destrozaba con palabras el cristal y sonreía frente
a frente con su esencia, la que todos desconocen, porque si por fuera ella era espectáculo, por dentro era —es y será, para
siempre—, INFINITO.
Se paraliza ante esta última sentencia y le tiembla
el pulso al pensar en teclear sobre un último punto que cierre el texto, que lo
separe para siempre de su personaje favorito, así que decide que de momento, no
lo hará, y enciende otro cigarrillo y abre otra botella y continúa brindando
con la duda:
Por tus incendios
Por mis dudas
Por las tuyas
Por mis dedos equilibristas
Recorriendo tu espalda
Hasta llegar al centro
Por el miedo
Por los secretos susurrados desde tus ojos
Y desde mis dedos
Por nuestros incendios
Sigue ardiendo
Sigue girando
Sigue ardiendo y girando hasta extinguir
Página a página
Cualquier resto de duda
Que estas manos cobardes
Quieran traducir en un frío y doloroso
FIN
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